Jorge Ramos Ávalos
La pelea fue brutal. Las paredes de la escalera que lleva hasta la puerta de la casa estaban manchadas de sangre. Dos de los escalones tenían excremento y orina: cuando uno tiene mucho miedo pierde el control hasta de sus intestinos, igual en animales que en seres humanos. Había pedazos de piel esparcidos por todos lados y al acercarme levanté con mis zapatos dos pequeños torbellinos de pelos arrancados. Lola, sin embargo, no estaba muerta.
Me esperó, recostada pero estoica, en la misma puerta de entrada de la casa, como demostrándome que, a pesar de la batalla, nunca se rindió. Defendió nuestra casa -su territorio- sin pensar, jamás, en huir. Un hilito de sangre le salía de la oreja derecha y lo dejaba correr a un lado de sus bigotes blancos hasta caer al piso. El pelo negro de su cuerpo estaba interrumpido por cráteres rojos que se abrieron violentamente sobre su piel. Respiraba con prisa.
Recorrí con la vista alrededor y no encontré a nadie. “Lolita”, le dije, “¿qué te pasó?”. Estoy seguro que me entendió. Maulló algo que sonó entre dolor y pedido de ayuda. Abrí la puerta de la cocina, la cruzó lentamente, buscó el tapete blanco que hace de su cama y se echó, inmóvil, durante horas. Lola se estaba muriendo.
Lola lleva 16 años viviendo conmigo. Es una gata de la calle que se convirtió en la gata de mi vida. Nunca se ha dejado cargar. Tiene, sin duda, un pasado traumático. Dice quien me la regaló que la salvaron de ahogarse en un drenaje. Desde entonces es arisca. Solo se deja acariciar por mí y por un selectísimo grupo que no pasa de cinco. Pero ella dicta cuándo y cómo. No tiene garras en las patas de adelante. Se las mandé quitar hace cinco años porque estaba destruyendo la sala nueva. Pero, como defensa, aprendió a morder (como cualquier felino). Más de un atrevido ha salido herido de mi casa luego de decir ingenuamente: “Mírala, qué bonita; no me hace nada”.
Esta vez, sin embargo, la herida fue Lola. Nos acabamos de mudar de casa hace poco más de un mes y Lola apenas estaba reconociendo los alrededores. Un gato, rayado, ágil y joven, rondaba amenazante, seguramente celando el territorio que dominó sin competencia. Y esa tarde decidió atacar para recuperar lo que había perdido. Fue feroz. Prácticamente le arrancó la oreja derecha a Lola, perforándole el tímpano con una garra y dejando enterradas algunas de sus uñas sobre el pecho de mi gata.
Nos equivocamos al creer que, por estar rodeados de casas, calles, electricidad e internet, los gatos se civilizan como nosotros. Para ellos sigue siendo un mundo salvaje, aun rodeados de piscinas y autos, donde la territorialidad y los instintos rigen su conducta.
La veterinaria hizo lo que pudo. La sedó para limpiarla -acuérdense que Lola no se deja agarrar- pero las heridas eran muy profundas y rápidamente se infectaron, a pesar de los antibióticos. Y en la oficina, al día siguiente, recibí la llamada que no quería recibir. “La oreja está perdida, ha hecho necrosis”, me dijo la doctora, “y solo tenemos dos opciones: la eutanasia o la operamos”. No lo dudé. “La operamos”, contesté. “No la quiero dejar ir”.
Llegué a la sala de operaciones ya tarde. El cirujano, entrenado en Chile, Argentina y México, llevaba al menos dos horas tratando de salvarle la vida a Lola. Me sorprendió el enorme parecido con un quirófano para seres humanos (y el costo, cercano a los 3 mil dólares). Lola estaba anestesiada, un monitor revisaba su presión sanguínea y había sido entubada para regular su respiración.
Con paciencia, y con movimientos de sus manos sobre el animal que solo puedo describir como amorosos, me explicó de qué se trataba el milagro: quitarle la oreja y todo el oído interno, evitar cercenarle los nervios de la cara, limpiar en lo posible la infección y luego, como en cirugía plástica, jalarle la piel del cuello para rellenar el lado derecho de su cráneo. “Este tipo de operaciones”, me confió el maravilloso e inusual cirujano, “solo se hacen en Estados Unidos, Inglaterra y partes de Francia y Alemania; en otros lugares del mundo sencillamente dejan morir al animal”. Es decir, Lola tuvo suerte de nacer en Miami.
Lola, me alegra reportar, sobrevivió la operación. Pero ahora está sometida a un tratamiento especial en una cámara hiperbárica -la misma que usan los buzos que sufren accidentes submarinos- para acelerar su cicatrización y mejorar sus posibilidades de tener una vida más o menos normal.
Lola, me dijo graciosamente un amigo cubano, “será muenga”, es decir, tendrá solo una oreja. Para quienes no tienen animales es difícil entender por qué los tratamos, prácticamente, como si fueran nuestros hijos. Pero, por ahora, basta decir que en los 16 años que he estado con ella, Lola me ha salvado la vida de maneras muy distintas. Ahora, simplemente, me ha tocado a mí tratar de salvar la de ella.
Posdata: si quieren ver una foto de Lola después de la operación, pueden entrar a
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