Por Robert Fisk
Afuera de la nueva y espléndida exhibición de arte islámico en el Louvre, el encabezado de una revista en venta captura la atención de cualquier lector: Les fanatiques. No se refiere a pastores texanos o a productores de videos californianos que queman ejemplares del Corán o insultan al profeta Mahoma. Les fous de Dieu –los locos de Dios, como la prensa francesa suele referirse a ellos– no son los cristianos del Medio Oeste estadunidense que creen en el Apocalipsis, apoyan a Israel y afirman, si hay que creer en los carteles más recientes en el metro de Nueva York, ser salvajes combatientes.
Oh, no. Los fanáticos, locos y salvajes en cuestión son los tipos que crearon el tesoro islámico de cálices de oro, alfombras de carmesí, vasijas de plata, frisos de mármol, leones de bronce, gallos de cerámica y grandes candelabros de bronce que despliega bajo el dorado techo del desierto en el nuevo salón de exhibición del museo. Hasta el suntuoso catálogo publicado por el Louvre para marcar la ocasión, aunque repleto de los peores lugares comunes de la academia –el verbo dialogar entre montones de inclusividad, interaccióny espacios–, reconoce la importancia de estas glorias en estos tiempos acosados por toda suerte de aspiraciones oscurantistas y tendencias extremistas.
Estas palabras fueron escritas por un musulmán, que sin duda no hablaba del señor Breivik o de los torturadores de Guantánamo y Bagram. Lo que está detrás del fervor con que se espera que contemplemos estas obras maestras del arte islámico en París es una idea simple: que los musulmanes no son dementes barbados cortadores de manos, asesinos de embajadores y golpeadores de cabezas, sino herederos de una de las más grandes culturas del mundo y creyentes de una religión tolerante, realzada por hombres sabios (pocas mujeres, por desgracia) que admitieron a judíos y cristianos en su sociedad islámica y produjeron algo del arte más excelso de la historia.
La historia del arte, dijo esta semana en una entrevista Sophie Makariou, directora de arte islámico del Louvre, ha sido escrita en Occidente por occidentales.
Preguntemos dónde están los Rembrandts, los Poussins y Goyas del arte islámico, y Makariou dirá sus nombres: los pintores de manuscritos Behzad y Mohammedi, del siglo XVI; el cristiano georgiano Siyavush, su alumno Sadiki; Reza-e-Abassi de Isfaján y Muhammad Ibn al-Zain, creador del baptisterio de San Luis.
Y es cierto, sospecho, que el islam cultural, que incluye un montón de artistas cristianos –no pocos de ellos en Andalucía–, se extiende más allá de la religión islámica.
Durante gran parte de la historia, los musulmanes eran minoría en el mundo islámico. Sus dirigentes hablaban turco y persa tan a menudo como árabe –los mamelucos eran hablantes de turco en tierras de lengua árabe–, y los cristianos hablaban tanto árabe como latín.
Así pues, ¿cuál debería ser nuestra reacción ante esta exhibición de arte islámico? Como periodista cascarrabias que soy, noto los artefactos arrebatados a la realeza francesa después de la revolución –suceso que inspiró a los pensadores egipcios del siglo XIX– y el número bastante grande de adquisiciones que probablemente fueron producto del saqueo durante las expediciones arqueológicas o campañas militares francesas en Medio Oriente. Una cosa son los legados y otra los robos.
Una reacción debe ser el asombro. Ahí está el globo celeste del año 1144 de Yunus ibn al-Husayn al-Asturlabi –en realidad un astrolabio de las esferas, un modelo tridimensional de todo el universo–, en el que Husayn modificó casi a la perfección las dimensiones del cielo entre los cálculos de Tolomeo y la era del profeta (15 grados y 18 minutos), y cuyas mil 25 estrellas están representadas por minúsculas incrustaciones de plata. Quien cruzaba el desierto en Medio Oriente en el siglo XII necesitaba uno de esos en la mochila de la silla de montar.
Sí, asombro. Caligrafía otomana –¿creó Occidente algo comparable?– y pinturas de flores que podrían adornar cualquier panel medieval europeo, y una alfombra del jardín del edén. Y una pintura de 1599 que muestra al emperador mogol Jahangir sosteniendo un retrato de su padre, Akbar. Jahangir dirige una severa mirada a su padre, quien le devuelve otra de desaprobación; 14 años antes, Jahangir intentó en vano deponer a Akbar.
Sí: humorismo también. Tal vez el islam lo necesitaba para sobrevivir a la devastación causada por Gengis Kan. Hay un tremendo boceto de una figura religiosa iraní de finales de la década de 1880, un santón con turbante, cruzado de piernas bajo un grueso abrigo de lana, con expresión de profunda insatisfacción, que nos mira con una mezcla de indiferencia y disgusto.
Pintado por Abú Turab Ghaffari –quien se suicidó en 1890–, el viejo imán parece la perturbadora personificación del fous de Dieu del periodismo popular. Y es allí, en 1890, donde la exhibición del Louvre llega a su fin.
Lo cual me lleva a la reflexión más triste. ¿Ha producido el arte islámico en este siglo pasado algo que no sea imitación de aquel esplendor? (O, para el caso, el arte cristiano, y no me vengan a hablar de la nueva catedral de Coventry.)
Y si no, ¿por qué? ¿Se ha impuesto la tecnología? ¿Vamos a concluir que la cultura islámica pudo sobrevivir a los horrores de Gengis Kan… pero no a la invasión de CNN?
© The Independent/ Traducción: Jorge Anaya