Por Walter C. Medina
La diferencia estaba en la interpretación. Con su crecimiento, Alemania nos convencía de su riqueza y aquí se pensaba que la gente de aquel país era cada vez más próspera. Sin embargo se trataba de un simple traspié interpretativo, de una errónea idea basada en datos ficticios. El encargado de resolver el entuerto fue el diario Frankfurter Rundschau. En uno de sus editoriales del mes de septiembre, esta publicación germana planteaba el siguiente interrogante: ¿Los alemanes somos cada vez más ricos; o son sólo los alemanes ricos los que cada día se enriquecen más?.
Un alumno de la escuela primaria que estuviese dispuesto a pensar, podría -casi con seguridad- responder a esta pregunta esgrimiendo incluso una conclusión. “A ver Juancito….si el común de los alemanes no son cada vez más ricos, pero al mismo tiempo los alemanes ricos lo son cada día más, ¿a qué factores puede responder este fenómeno?”, preguntaría la educadora. A lo que Juancito no dudaría en responder: “A la repartición desigual de la fortuna pública”. Respuesta con la que el resto del alumnado estaría de acuerdo, aunque a los más viscerales bien les gustaría añadir que esta situación de desigualdad no es patrimonio exclusivo de un país y que para evaluarla con objetividad, no es precisamente Alemania el sitio idóneo. “¿Y el factor humano?”, preguntaría, tupper en alto, el niño de la última fila. “¿Qué tan importante es el modus operandi de quienes nos gobiernan para que esto suceda?”. Planteamiento para el cual una maestra de estas épocas convulsas no posee demasiados argumentos explicativos, salvo que decida ejemplificar exponiendo una opinión personal del tipo “los que gobiernan -mi querido alumno- siempre saben poner por encima de los mezquinos intereses partidistas, los supremos intereses personales”. Y así, al menos en parte, quedarían resueltas algunas dudas; aunque se generarían otras tantas, como por ejemplo qué sentido tiene entonces la democracia si de ella sólo los ricos obtienen rédito.
El país que gobernado por Angela Merkel dicta los pasos a seguir en Europa, tiene cerca de tres millones de desocupados que cobran una ayuda mensual mínima. En el mismo mes de septiembre, el diario bávaro Münchner Merkur explicaba que la democracia está desgastada por una masa de población que se va empobreciendo cada día, mientras en paralelo crece la riqueza de la clase alta. “Alemania se ha convertido en una sociedad de clases. La única democracia que poseen los pobres es poner el papelito en las urnas cada dos años, igual que los ricos”. Mientras tanto los postulantes a ocupar cargos en las altas esferas de la política aseguran que el verdadero desafío de la democracia es combatir la pobreza, una suerte de lección aprendida de memoria y que en campaña electoral suele ser efectiva. Sin embargo aquí, en casa, ya no cuela; la mayoría de los votantes sabe que estamos frente a un fraude sin precedentes; porque el contrato electoral -base fundamental del sistema democrático- ha sido burlado sistemáticamente. De modo que qué esperar de la política en pos de los menos favorecidos.
La pobreza y el hambre se acrecientan. “¿Cómo resolver esta anomalía?”, preguntaría la maestra ante el desconcierto general del alumnado. Interrogante para el que no existe respuesta alguna por parte de quienes dicen trabajar en ello “como dios manda”. Y teniendo en cuenta las recetas que ciertos gobernantes suelen aplicar, y que en ocasiones rozan lo irracional, no me extrañaría -ni a mi ni a la maestra ni a sus alumnos ni a usted- que a algún iluminado se le ocurriera materializar la sugerencia que Jonathan Swift escribió en forma de cuento hace trescientos años. En aquel texto al que me refiero, el escritor dublinés planteaba que para acabar de una sola vez con el hambre y la pobreza había que comerse a los pobres. De esa forma se acabarían para siempre los reclamos de la clase desfavorecida, sencillamente porque ya no habría clase desfavorecida; desaparecerían las protestas, los estallidos sociales y las huelgas. Los ricos podrían vivir su riqueza con total felicidad, y los gobernantes podían realizar grandes promesas sin necesidad de defecarse en el contrato electoral. Un absurdo, si; pero desde entonces y hasta el día de hoy, pocas y ningunas han sido las ideas reales para acabar con la brutalidad del hambre y la pobreza.
“So viele menschen in arbeit wie nie zubor. Danke Deutschland!”, reza un gigantesco cartel en una estación del metro de Berlín. “Tantas personas en trabajo como nunca”, una versión alemana del “aquí el que no trabaja es porque no quiere”, expresión que por estos lares pasó de boca en boca hace no tantos años. Sin embargo eso que se pretende hacer creer desde una cartelera promocional, sólo lo han creído quienes aplican las medidas que consideran necesarias para salir de la crisis. “Pobre de vosotros”, dicen algunos alemanes a vista de lo visto. Porque si bien actualmente en Alemania trabaja más gente que nunca -tal como indica la propaganda oficial- nadie en España se ha cuestionado a qué clase de trabajo se refieren las voces defensoras del modelo germano. De la flexibilización del mercado laboral alemán han surgido trabajos de escasísima calidad, con contratos malos, condiciones aún peores y sueldos que rozan la miserabilidad; se han aumentado las horas de trabajo sin que los trabajadores perciban más dinero y, como si esto no fuese suficiente, en Alemania no existe posibilidad de huelga. En definitiva: un mercado laboral desregularizado que hace a una sociedad más individualista, pacata y pobre. Ese es el “milagro alemán” del que tantas veces escuchamos hablar aquí en España y que consiste en crear muchos puestos de trabajo, uno más precario que otro. Y ese es el modelo que persigue el actual gobierno español.
Estos días las estadísticas han alarmado a más de un ciudadano. “Uno de cada cuatro niños vive bajo el umbral de la pobreza en España”. “Cerca de dos millones de hogares españoles tienen a todos sus integrantes en paro”. “Los ricos cada vez más ricos”. “510 desahucios por día”. “La emigración de españoles creció un 50 por ciento debido a la crisis”. “40 mil españoles se van del país en el primer semestre del año”. Y mientras asumimos estas vergonzosas realidades, producto de una democracia enmohecida e insultada por quienes dicen defenderla, en las altas esferas del poder siguen aferrados al modelo alemán, enceguecidos por una prosperidad que creen ver, sin siquiera corroborar si se trata de una realidad, de un simple espejismo o de una salchicha de Frankfurt imposible de digerir en la tierra del gazpacho.
Fuente: www.NuevaTribuna.es