Por Luis Linares Zapata
Con un simple manotazo autoritario, el resarcido coágulo de poder presidencial descuadró a la élite mexicana. Unos corrieron a esconderse sabedores de las cuentas que tienen pendientes. Otros, presos de santo temor, pusieron sus barbas a remojar y juraron, ante el espejo de sus propias trabazones, emprender la limpieza de sus cuarteadas imágenes públicas. El coro del aparato de convencimiento acudió, como siempre, presuroso y lamentable, para realzar los nuevos botones de mando que le surgieron de pronto al Ejecutivo federal.
Ahora Peña Nieto es otro, dicen, no sólo porta un atuendo distinto, sino que se ha vestido con otro invulnerable. El anunciado parteaguas inaugural tomó por asalto la escena pública ante los atónitos ojos de los ciudadanos, aún los enterados. Una jauría acudió presta y gozosa al festín de la foto tras las rejas. La celebración se extendió por el ámbito público y, también, en la intimidad, en ambas partidas no sin buena dosis de regocijo malsano. La caída de una de las inaceptables reinas de la decadente frivolidad: Elba Esther Gordillo.
El desbroce de consecuencias de tal medida no se ha hecho esperar. Por todos los cauces mediáticos han aparecido juiciosos análisis de la novedosa situación creada por el golpe ejecutivo. Los más precavidos previenen contra tales tipos de composturas instantáneas y ponen el acento en la estructura sindical que permanece intacta como fuerza que apergollaba a todo el sistema educativo. Otros, los más, celebran, con entusiasmo interesado, el nuevo orden surgido, de repente, por la valentía presidencial para asumir riesgos. Los tigres, como siempre ha sido predicho, resultan ser de papel.
Pero la celebración en la cúspide del poder tampoco se ha hecho esperar. La entronización de Peña Nieto ha sido calurosamente montada. La reciente asamblea de los priistas armó la tramoya: masiva, bien trabajada, olorosa a un rancio presidencialismo exacerbado. El primer priista de México ha vuelto por sus propios fueros.
Las reformas que restan se otean aseguradas, no sólo porque los priistas, al unísono, respaldarán a su guía, sino porque esperan que todos los demás partidos se le unirán en coro solemne por el México moderno, libre de molestas ataduras ancestrales, que aguarda para construirse. Ese México que todavía no se atreve a mostrar, sin púdico requiebro, sus riquezas, dignas, por cierto, del mejor postor.
Y así vendrán, en tropel, todas esas reformas que esperan, ansiosas, el empuje de una fuerza incontrastable, esa que impulsará la grandeza nacional. Las inversiones, pregonan, seguirán en cascada detrás de los hidrocarburos puestos en subasta. Las refinerías irán mancomunadas al aparejo de los privados, y llevarán al PIB dos o tres puntos más alto de lo esperado, tal como antaño auguraban para justificar las privatizaciones anteriores.
Las acostumbradas y temerosas adecuaciones fiscales darán paso a toda una reforma hacendaria que haga de este país uno más solidario y justo, concluyen para respirar profundo. La hacienda pública tendrá, como cualquier nación moderna e igualitaria, los recursos para empujar el crecimiento y, la justicia social llegará sin regateos ni retrasos. Un pueblo educado respaldará tan insigne as de propósitos y sueños, ahora que ya no tiene los escollos de un sindicalismo magisterial anquilosado y corrupto.
El actual Presidente de la República tiene que poner atención y no olvidar el verdadero dictado de las recientes urnas. Éstas no apuntan al diseño autoritario que se ha emprendido con todo bombo y escenarios. Al contrario, el mandato, si se acepta cuando menos el veredicto oficial, se bifurca en apartados similares. Uno le corresponde a un panismo ahora desangrado por sus dislates y pequeño tamaño pero que puede, estirándolo, coincidir con el centropriísmo en marcha.
Pero otra parte sustancial se agrupó alrededor de un modelo alternativo que, penosamente tras la derrota decretada, trata de reconstruir su horizonte y base de sustentación. Esta alternativa, sin duda, irá creciendo en la medida que las intenciones y consecuencias de las recientes reformas pulvericen, aún más, las posibilidades de las mayorías para alcanzar una vida al menos más digna que la actual.
Al revisar los datos de las elecciones presidenciales pasadas, presentados con minuciosa precisión por funcionarios de la Fundación Rosenblueth en una reciente edición, se pueden extraer severas conclusiones. Primero, la existencia de tres regiones con distintas simpatías e inclinaciones. Una formada en el norte de la República con marcada preferencia por la derecha: antes (2006) al PAN y, después (2012) por el PRI.
La segunda se extiende por el altiplano con vocación plural, pero con firme tintura de izquierda; la tercera región se encuentra en un sur inclinado a la izquierda a pesar de la notoria manipulación que se rebela al sobreponerle, a los datos electorales, las cuencas de pobreza y marginación extrema. Surge entonces, con suficiente claridad, tal manipulación favorable al PRI. En dichas zonas Peña Nieto alcanza, sin causalidad razonable, mayorías hasta de 60 por ciento por municipios.
Otra versión electoral, interesante por su composición, habla de un voto urbano balanceado en partes iguales: 27 por ciento a Josefina, 35 por ciento a AMLO y 36 por ciento a Peña Nieto. Esta detallada clasificación por ciudades matiza lo que las zonas marginadas antes descritas arrojan. Pero una muy distinta realidad se percibe al analizar los resultados de las siempre protestadas (por insuficientes) casillas especiales.
Como bien se sabe, estos votantes integran una enorme, disímbola, muestra de ciudadanos, (casi 800 mil) en todos y cada uno de los estados. Ahí, en ese concurso de mexicanos participativos, confiables por su activa movilidad, poco manipulables por su aleatoria procedencia y no bien explorada composición, emerge una voluntad por entero distinta a las anteriores: ahí AMLO obtiene 42 por ciento y les deja, a Josefina y Peña, 29 por ciento para cada uno.
Esta última versión electoral no ha sido espulgada con el rigor, la justicia y claridad necesaria. Ahora, en la realidad oficializada, habrá que considerarla para que, el rebumbio, espanto, dolor y suspicacias causadas por la captura de la maestra, se identifique, como lo que es: un fenómeno de arreglos cupulares. El paso hacia la legítima gobernabilidad exige, qué duda cabe, de una actitud más democrática y popular.
Fuente: La Jornada