La ciudad de Roma acaba de declarar la guerra a los turistas hambrientos que, empujados por la crisis o la prisa, aprovechan la sombra del Panteón para zamparse un trozo de pizza o convierten la escalinata de la plaza de España en un comedor con vistas.
Desde hoy y hasta el 31 de diciembre, comer en las calles del centro histórico de la ciudad eterna está rigurosamente prohibido. Según el decreto publicado por el alcalde, Gianni Alemanno, del PDL, el partido de Silvio Berlusconi, a los infractores les puede caer una multa de entre veinticinco y quinientos euros, aunque no ha trascendido si el importe depende del tamaño del bocadillo o de si se engulle con los pies a remojo de una fuente de Bernini.
No es una exageración. Escenas como esa, y más disparatadas, se contemplan a diario en el centro histórico de la ciudad. Roma sufre. No solo porque sus principales monumentos, el Coliseo, la fontana di Trevi, se caen literalmente a pedazos. Ni siquiera porque las hordas de turistas que la invaden tras un guía armado de una banderita y un altavoz apenas pueden caminar entre las mesas infinitas de los restaurantes, los centuriones de pega o los músicos callejeros de pésimo oído y amplificadores de discoteca.
Roma sufre, sobre todo, por la desidia de quienes tienen que proteger una ciudad tan hermosa y no lo hacen.
De ahí que la última ocurrencia del alcalde Alemanno, bautizada ya como “la ley anti-panino”, haya sido recibida con escepticismo. “En esta ciudad se puede hacer de todo”, subraya Viviana Di Capua, de la asociación de vecinos del centro histórico, “es necesario recuperar el respeto y la educación.
Este decreto puede ser un primer paso, pero se necesitan muchos más”. El paso, por ejemplo, de hacer cumplir las leyes que ya existen. Uno de los casos más curiosos es el de los restaurantes que, de forma abusiva, invaden sistemáticamente las calles y las plazas más bellas de Roma. El fenómeno ya tiene incluso un nombre: “Mesas salvajes”.
Ya existe un decreto que fija con precisión el número de veladores, la distancia que tienen que guardar con respecto a los monumentos, el horario, etc. Pero no se cumple. Por falta de voluntad. O tal vez porque por encima, o por debajo, de las ordenanzas municipales circulan corrientes subterráneas de favores y relaciones más antiguas que el gran estadio de Domiciano.
El último decreto, en suma, prohíbe “beber, comer o cualquier forma de acampada” junto a las joyas arquitectónicas del centro histórico de Roma. El objetivo es hacer respetar, a los turistas, pero también a los romanos, “las normas más elementales del decoro urbano”.
Tal vez la crisis, pero la de las arcas municipales, obligue a los pacíficos policías municipales del centro de Roma a lanzarse a la búsqueda y captura de los devoradores de pizza al aire libre. Serán dignos de leer los boletines de infracción. La justificación de por qué veinticinco euros o por qué quinientos. El espectáculo, como siempre en Roma, está servido.
Fuente: La Voz de Rusia