Repensar la democracia

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Por Javier Sicilia

Uno de los miles de problemas que padecemos en México es la reducción de la democracia a un proceso representativo que sólo se realiza a través del voto. Con algunas excepciones, tanto las izquierdas como las derechas no pueden pensar de otra manera. Es como si esa forma de democracia se hubiese convertido, dice Gustavo Esteva, en una especie de fe, cuyo ritual –centrado “en la construcción estadística de mayorías formadas por conjuntos ficticios de individuos capaces de razonar su acción de votar y el resultado”– se repitiera, sexenio tras sexenio, “con la ilusión, siempre frustrada, de que esta vez” el rito “operará de forma apropiada”.

La realidad –todo lo mundo lo sabe, pero pocos nos atrevemos a aceptarlo y a decirlo– es que esa forma de democracia es una simulación, un opio, una mentira. Los individuos elegidos no representan ni la voluntad ni los intereses de los ciudadanos que votaron por ellos. Representan los suyos, los de los partidos que los postularon y, particularmente en México, los intereses de grupos clientelares, criminales o de empresas trasnacionales altamente depredadoras. En su nombre, y enmascarados en que sus actos representan la voluntad popular, reforman la Constitución a su antojo y generan leyes para mejor explotar a la gente y sus territorios.

La democracia, sin embargo, es el poder del pueblo, de la gente. Es decir, una capacidad propia de gobierno, una manera, vuelvo a Esteva, “en que la gente común gobierna su propia vida”. La tarea, lo han mostrado los zapatistas, no es sencilla. La democracia en su sentido radical –no extremista, sino de raíz, de profundidad– no se refiere a una forma particular de gobierno, sea de izquierda o de derecha, términos que aluden a los extremos y, cuando se polarizan, a los extremismos. No es tampoco una mecánica institucional y burocrática, sino algo fundamental que se relaciona con la vida de la gente y sus asuntos, y es tan diversa y delicada como las atmósferas que cambian de un lugar a otro. No es, como lo piensan los fieles de los ritos democráticos del Estado, un regreso al ayer, sino un mirarse en los múltiples espejos de las tradiciones para, a partir de allí, generar, mediante una mirada crítica, cambios y adaptaciones hacia un vivir bueno, armónico y abierto.

Esas formas en que se expresa realmente la democracia son cada vez más frecuentes en México. Están, como todo lo que surge ante las grandes crisis civilizatorias, en las periferias del poder y son cada vez más frecuentes. Se encuentran no sólo en el zapatismo, sino en los indios de Cherán, en las vidas comunitarias de los pueblos, en las asociaciones de barrios, en los grupos que trabajan creando la Constitución Popular Ciudadana impulsada por el obispo Raúl Vera, en la rearticulación de las Comunidades de Base. Se encuentran en todos aquellos que al dotarse de un cuerpo político propio ejercen para sí mismos su capacidad de gobierno o, en palabras de Esteva, en aquellos que ponen el énfasis en lo que ellos mismos pueden hacer por sí mismos “para mejorar sus condiciones de vida y transformar sus relaciones sociales, más que en la ingeniería social y en los cambios legales e institucionales”. Se encuentran, en síntesis, en quienes tratan de reorganizar la sociedad desde abajo y “en vez de (intentar) ‘tomar el poder’ buscan desmantelar progresivamente la maquinaria estatal” y crear un nuevo pacto social “que la haga innecesaria”.

Ciertamente, y a pesar de estos procesos, la ilusión del rito democrático continúa imperando en muchos sectores de la sociedad. En medio del horror y de la devastación que cada cambio de gobierno hace más honda y terrible, muchos se preparan ya para ejercer el vacío ritual que se celebrará en el 2018. Le han agregado al rito una ilusión más: la de los candidatos independientes. Los resultados, ya lo sabemos, serán igual de frustrantes. Pero ellos se aferran. La fe, cuando se basa en ilusiones, es espantosamente fanática y repetitiva. A fuerza de volver a su idolatría mediante rituales cada vez más carentes de sentido y legitimidad, la crisis se hará más honda y más inhóspita la vida. Pero también generará más procesos democráticos construidos desde abajo para refundar la nación.

Al referirse a ellos, Roberto Ochoa recordaba la leyenda de Quetzalcóatl y Mayahuel, quienes, para detener a los tzitzimime –demonios venidos de arriba que intentaban destruir la vida–, se convirtieron en un árbol que sostiene el techo del mundo.

La poesía, contra los discursos ilusorios y unívocos del poder, guarda grandes enseñanzas. La imagen de Quetzalcóatl y Mayahuel convertidos en un árbol bifurcado que sostiene al mundo “nos permite comprender –continúa Ochoa– que la fuerza que viene de abajo, de lo que emerge de las profundidades de la tierra, es la fuerza capaz de sostener lo que desde lo alto sólo está recibiendo embates de furia, violencia y destrucción”. Sólo desde allí podremos vivir verdaderamente la democracia, refundar la nación y conservar la dignidad de la vida que nuestros abuelos nos entregaron en custodia para los que vienen.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés; detener la guerra; liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado y a todos los presos políticos; hacer justicia a las víctimas de la violencia y juzgar a gobernadores y funcionarios criminales. l

1 “Cuando el ritual fracasa”, Voz de la tribu, núm. 5, revista de la Secretaría de Extensión de la UAEM, Universidad Autónoma del Estado de Morelos, agosto-noviembre de 2015.

2 “Democracia de veras, la que viene de abajo”, en ibid.

Fuente: Proceso

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