Por Marta Lamas
El escándalo en torno a la cloaca de Cuauhtémoc Gutiérrez de la Torre ha vuelto a poner la atención mediática en lo que algunos llaman prostitución. Ese término únicamente alude de manera denigratoria a quien vende, mientras que “comercio sexual” se refiere también a quien compra. Ya en un artículo anterior (Proceso 1948, del 2 de marzo) hablé de los marcos conceptuales opuestos con los que se ve a este milenario oficio hoy en día: uno que considera que la explotación, el sometimiento y la violencia contra las mujeres son inherentes al comercio sexual, y otro para el cual debieran reconocerse los derechos y obligaciones laborales para con quienes ejercen dicha actividad.
A lo largo de la última década y media se ha ido desarrollando una perspectiva que ve como víctimas a todas las mujeres que trabajan en el comercio sexual, con el propósito de “rescatarlas”. ¿Cómo ocurrió esto? Se recordará que desde los años setenta las llamadas “prostitutas” empezaron a organizarse para que su oficio fuera considerado un trabajo legal; en diversas partes del mundo armaron conferencias y encuentros internacionales con el fin de debatir sobre las condiciones de su regulación, e incluso algunas declararon la huelga y amenazaron con dar a conocer los nombres de sus clientes. Hasta mediados de los ochenta hubo un avance en distintos frentes: sindicalización, derogación de leyes discriminadoras, debates sobre la libertad sexual y establecimiento de alianzas con otros movimientos y grupos.
Pero a partir de los noventa tal avance se frenó por distintas cuestiones: La epidemia del VIH-sida desvió a muchas activistas hacia metas más urgentes; la derecha religiosa en EU ganó influencia, y muchas feministas en contra de la violencia hacia las mujeres se aliaron con la cruzada moral de Reagan, y luego con la de Bush. Cuando este último proclamó la “US Global AID Act” en 2003, mezcló conceptualmente comercio sexual y tráfico, bloqueó el apoyo a los programas dirigidos a trabajadores sexuales y promovió la abstinencia antes del matrimonio.
Por otra parte, el hecho de que no se reconociera el carácter laboral de la actividad impidió en algunos países la sindicalización de las trabajadoras, mientras que en otros los dueños de burdeles y antros se opusieron a ella. A todo esto se sumó la visibilización de la tragedia de las personas migrantes indocumentadas, traficadas y forzadas a dar servicios sexuales. Así, la preocupación por la gravísima situación de la trata con fines de explotación sexual desplazó el debate sobre el comercio sexual. En conjunto, todos estos acontecimientos impactaron las políticas de muchos gobiernos sobre el comercio sexual, marginando los procesos de autoorganización de las trabajadoras del sexo.
El comercio sexual ha sido –y sigue siendo– una forma importante de subsistencia para muchas mujeres. Si la compraventa de sexo es una práctica que implica explotación, ¿acaso no lo es también lo que pasa con las demás formas de venta de fuerza de trabajo en el capitalismo? ¿En qué radica la diferencia entre el comercio del sexo y otro tipo de situaciones que tienen amplios márgenes de explotación y que se permiten? ¿Por qué la mayoría de las personas no se indigna ante formas aberrantes de explotación de la fuerza de trabajo y sí con el trabajo sexual?
Cuando las mujeres recurren al comercio sexual es porque constituye el trabajo mejor pagado que pueden encontrar. Se cuestiona si las sexoservidoras son “verdaderamente libres” de elegir ese oficio, pero no se reflexiona si las obreras, las empleadas del hogar, las barrenderas y tantas otras lo son. Los constreñimientos económicos, la falta de oportunidades, la brutal desigualdad, afectan a todas ellas por igual. Pero con los salarios de hambre que hay en México no debería causar sorpresa que algunas mujeres prefieran ganar en un día la misma cantidad de dinero que ganarían en varias semanas. Para una gran mayoría, que no es engañada ni drogada ni secuestrada, la venta de servicios sexuales es valorada como la mejor opción disponible en el contexto de salarios miserables y desempleo.
Algunas personas consideran denigrante que las mujeres tengan sexo con “desconocidos”, pero este rechazo se da cobren o no. O sea, hay un estigma que se nutre de la doble moral: se rechaza la actividad sexual de las mujeres, y la de los hombres no. Si por el estigma las “transacciones sexuales” son de un orden distinto a otras transacciones, ¿no habría entonces que eliminar el estigma y regular el comercio sexual?
En México es necesario debatir sobre esto, pues se está filtrando una mezcla conceptual entre comercio sexual y trata con fines de explotación sexual. Dicha confusión se difunde en los medios y configura actos discursivos que logran un cierto efecto en la sociedad y en el gobierno. Reiterar las historias de mujeres víctimas de trata sin aludir también a las historias de las trabajadoras sexuales favorece posturas fundamentalistas, que evitan un debate serio sobre el comercio sexual. Hay que luchar contra la trata, y respetar y apoyar a las personas que se dedican al comercio sexual. La regulación de éste mejora las condiciones de trabajo y la seguridad de la mayoría de las sexoservidoras. El tema da para mucho más, y seguiré hablando de él próximamente.
Fuente: Proceso