Rebase de topes y pago de favores

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Por John M. Ackerman

Los ríos de dinero gastados en la campaña de Enrique Peña Nieto evidentemente no fueron donaciones desinteresadas de amigos y familiares sino “inversiones” de parte de poderosos intereses fácticos. El inmovilismo político de un gobierno federal secuestrado por sus patrocinadores implicaría mayores peligros que la incertidumbre política que desencadenaría la eventual invalidación de la elección presidencial. El país difícilmente aguantaría otros seis años de un Ejecutivo federal que gobierna a espaldas de la ciudadanía y utiliza las instituciones públicas para minar en lugar de defender el interés público.

Se acumula la evidencia con respecto al grosero rebase del tope de gastos de campaña por Peña Nieto. Solamente el observador más ingenuo podría imaginar que el priista haya respetado el límite de 336 millones de pesos. Esta cifra probablemente fue rebasada durante las primeras dos semanas de la campaña, con el masivo despliegue de espectaculares y eventos a lo largo y ancho del país. Todos recordamos cómo el viejo partido del Estado incluso repartió litros de gasolina, bronceador y botellas de agua a los turistas durante la Semana Santa.

A estos gastos habría que agregar todo lo erogado en aviones ejecutivos y coches de lujo para Peña Nieto y su equipo, los costosos montajes y acarreos en cada uno de sus eventos públicos y el derroche de dinero para aceitar los medios de comunicación y las casas encuestadoras. Todo esto sin empezar a contabilizar los casos de Monex y Soriana, que juntos podrían haber implicado un gasto de más de 4 mil millones de pesos. También habría que sumar los recursos muy probablemente desviados del erario público hacia la campaña presidencial en los estados gobernados por el PRI.

La Constitución señala claramente como requisito para la celebración de elecciones auténticas que “los recursos públicos prevalezcan sobre los de origen privado” (artículo 41, II, primer párrafo). Esta cláusula constituye uno de los cimientos más importantes del avanzado sistema de regulación electoral en México y lo distingue, por ejemplo, del sistema de Estados Unidos, donde el dinero privado fluye libremente.

La ley mexicana establece un firme blindaje del espacio público en contra de las intervenciones indebidas de los particulares. Incluso una de las razones esgrimidas explícitamente por los negociadores de la histórica reforma constitucional de 1996 que incluyó esta salvaguarda fue precisamente la necesidad de evitar la infiltración del dinero del narcotráfico. A sabiendas de que siempre es difícil distinguir entre el dinero limpio y el dinero sucio, los negociadores decidieron reducir la presencia de las donaciones privadas al mínimo.

Durante 2012 cada partido político podrá recibir un total de 33.6 millones de pesos de sus “simpatizantes” y otros 33.6 millones de “militantes”. Y cada donante, persona física o moral, podrá aportar un máximo de 1.7 millones a cada partido, incluyendo cualquier contribución en especie. La ley prohíbe a las personas morales de carácter mercantil realizar cualquier aportación a los partidos o los candidatos.

Llama la atención que al aceptar la relación “indirecta” entre Monex y el PRI, por medio de la empresa Alkino Servicios, Jesús Murillo Karam utilizara precisamente la cifra de 66 millones de pesos, equivalente a la suma de las donaciones permitidas por simpatizantes y militantes. Así, el coordinador de la estrategia jurídica de Peña Nieto sugiere que esas tarjetas no fueron contratadas por el partido con el financiamiento público otorgado por el IFE sino con donaciones externas. Si es el caso, y si se acredita la existencia de un número superior de tarjetas a las 8 mil aceptadas hasta ahora, estaríamos ante una flagrante violación del principio de predominio del financiamiento público sobre el privado.

Lo más grave entonces no sería la simple violación al tope de gastos, sino la “corrupción estructural” (Irma Eréndira Sandoval dixit) que implica la violación de un principio constitucional fundacional en materia electoral. Pero lo verdaderamente preocupante serían las consecuencias prácticas. “El que paga, manda”, reza el sabio dicho mexicano, y los millones de pesos invertidos tendrán que ser retribuidos por Peña Nieto, si es que llega a colocarse la banda presidencial.

Este contexto nos permite entender la insistencia de Peña Nieto en la privatización de Pemex. Por un lado, el tema le permite a Peña Nieto atraer atención de la prensa, las corporaciones y el gobierno de Estados Unidos. Sus entrevistas con el Financial Times en noviembre y con el Wall Street Journal en abril, así como su editorial en el New York Times en julio pusieron fuerte énfasis en el tema de la necesidad de “deshacerse de viejas ideologías” y “abrir” Pemex más a la inversión privada.

Por otro lado la misma iniciativa privatizadora cumpliría con la doble función de ser la gallina de los huevos de oro para compensar a sus múltiples acreedores. Así como Carlos Salinas utilizó las privatizaciones para pagar favores a sus patrocinadores y ayudar a sus amigos, Peña Nieto buscaría hacer lo mismo con la madre de todas las privatizaciones: Pemex.

Sin embargo se antoja difícil que el ex gobernador del Estado de México logre su cometido. Los jóvenes han logrado imponer la agenda de discusión pública y cualquier acción hacia la privatización seguramente encontraría una enorme resistencia. Se acabó muy rápidamente la “luna de miel”, normalmente de unos 100 días, de la cual normalmente gozan los nuevos presidentes para emprender reformas y lanzar nuevas iniciativas.

Esto deja a Peña Nieto en una situación delicada ya que todavía no toma posesión y ya empieza a quedar mal con sus acreedores. El ataque en contra de López Obrador con respecto al financiamiento de su propia campaña presidencial es el indicador más claro de la desesperación del priista. Si Peña Nieto se sintiera seguro de la legalidad de su victoria y optimista con respecto a la posibilidad de conducir el país a buen puerto, no habría necesidad de perder su tiempo atacando a un candidato supuestamente irresponsable y desequilibrado que no constituiría amenaza política alguna.

 

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