Por Carlos Miguélez Monroy*
El escándalo que destapó el analista estadounidense Edward Snowden aporta novedad en cuanto a la complicidad de otros países “aliados” en el espionaje de sus ciudadanos. Por medio del programa PRISM, comparten información sobre movimientos de determinados “sospechosos” de delitos que tienen más que ver con piratería informática que con terrorismo. Quizá algún día sabremos si las ideas políticas y la participación en movimientos sociales contra sistemas políticos y económicos cada vez más cuestionados convertían a muchas personas en “sospechosas” y en objeto de espionaje.
Snowden ha confirmado también que PRISM ampara ataques como el virus que atacó el sistema informático de un programa nuclear iraní. Ante las revueltas en muchos países, cuesta no sospechar en intervenciones por medio de agentes infiltrados para apoyar al bando que más convenga para ciertos intereses. Basta con entrenamiento militar, información, armas, logística, material propagandístico y montaje de imágenes que puedan justificar acciones policiales o militares, como lo describía John Perkins en Confesiones de un sicario económico.
El escándalo compromete de tal manera a los “aliados” que hace unos días asistimos a una de las secuencias diplomáticas más ridículas que hayan protagonizado tantos jefes de estado europeos a la vez. Temerosos de que Snowden se ocultara en el vuelo del presidente Evo Morales, prohibieron al avión que venía de Rusia sobrevolar el espacio aéreo italiano, francés y portugués. El avión tuvo que darse la vuelta y aterrizar de emergencia en Austria. Después en Tenerife antes de Bolivia, tras dieciséis horas de periplo. ¿Alguien puede imaginar a un jefe de estado europeo o al presidente Obama tolerar una humillación semejante?
Pero cierto desprecio neocolonialista desvía la discusión hacia las vestimentas de presidente y del pueblo boliviano que protestaba, o desde las declaraciones de Nicolás Maduro, Rafael Correa o Cristina Fernández. Algunos medios impresos y digitales comentaron las implicaciones que podía acarrear la hostilidad hacia un jefe de estado. Sólo el periodista Javier Valenzuela cuestionó lo que habría ocurrido si Snowden hubiera viajado en ese avión.
Pero hay que entrar a fondo en lo que supone que un ente anónimo pueda escuchar las llamadas o leer los correos electrónicos de cualquier ciudadano en función de criterios de seguridad nacional que determinan unos gobiernos cada vez más cuestionados.
Si un programa tan simple como Google permite hacer búsquedas con palabras- clave, no hace falta estudiar informática para imaginar de lo que pueden ser capaces programas especializados. Con gran facilidad discriminan palabras y ciertas combinaciones, así como detectar movimientos financieros y compras. Los teléfonos celulares de última tecnología tienen instalado un radar GPS. Estas huellas que dejamos pueden bastar para que algún día nos retengan durante horas en un aeropuerto o incluso nos denieguen la entrada.
En el fondo, este escándalo de espionaje no ha “destapado” nada nuevo. Algunos han denunciado desde el 11 de septiembre de 2001 los recortes de libertades y los ataques a la intimidad. Todo en nombre de la “seguridad”.
Aunque el Acta Patriótica (Patriot Act) resulta un retroceso, esa ley no daba carta blanca para el espionaje de ciudadanos estadounidenses y extranjeros al requerir la autorización previa de un juez. No sucede así con los programas secretos de la National Security Agency (NSA) que aprobó George W. Bush y que han silenciado jueces y políticos. Así lo denuncia el periodista de The New York Times, James Risen, en su libro Estado de Guerra, que le reportó el Premio Pulitzer en la categoría de periodismo de investigación en 2006.
El espionaje masivo de estadounidenses y extranjeros en Estados Unidos cuenta desde hace años con el apoyo de algunos jueces y de muchos congresistas que han sucumbido al recorte de derechos fundamentales en nombre de la seguridad.
Se calcula en 9 billones el número de correos electrónicos que se envían dentro de Estados Unidos. Las llamadas por teléfono celular ascienden a 2.000 millones, y las de teléfono fijo a 1.000 millones. Muchas de las líneas físicas de teléfono internacionales pasan por territorio estadounidense, lo que facilita el espionaje. Pero resulta más fácil ridiculizar a los “mandatarios populistas” de otros países que reconocer los retrocesos en materia de derechos humanos en el llamado “mundo libre”.
* Carlos Miguélez Monroy. Periodista y coordinador del Centro de Colaboraciones Solidarias
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