Por Epigmenio Ibarra
Los 12 años de panismo han significado también la profundización de la discordia y la intolerancia entre los mexicanos. En todos los órdenes de la vida, desde todos los frentes, el intercambio de ideas ha sido sustituido por el intercambio de invectivas e insultos.
A la usanza de Torquemada, los panistas en el poder operaron estos dos sexenios trágicos mediante autos de fe y lanzando anatemas a diestra y siniestra. Desde el mismo Ejecutivo, pagadas por cierto con nuestros impuestos, se organizaron campañas de linchamiento que después locutores y opinadores hicieron suyas.
Algunos medios masivos de comunicación, ya de antaño convencidos de que su enorme capacidad de elevar a los altares o destruir a cualquier figura pública solo crece debido al tiempo de exposición de los mensajes y la ampliación de su cobertura, dejaron de realizar esa tarea de demolición por encargo del gobierno y comenzaron a hacerla por su cuenta.
Al doblar Vicente Fox la cerviz frente a la tv y la prensa, los grandes concesionarios, muchos de los dueños de las grandes empresas periodísticas se dieron cuenta de que la situación había cambiado. No les tocaba ya pagar facturas a Los Pinos sino, por el contrario, era la hora de comenzar a cobrarlas.
Al sentarse Felipe Calderón, “haiga sido como haiga sido”, en la silla se completó el proceso de abdicación del poder político ante el poder mediático. Por un encabezado, un editorial favorable, unos minutos en pantalla, una entrevista. Por un silencio compartido y conveniente ante las atrocidades de la guerra, Calderón y los suyos lo daban todo.
No solo miles de millones de pesos en publicidad, también acceso ilimitado a los pasillos de palacio por los cuales comenzaron a pasearse, sintiéndose más poderosos que los inquilinos políticos, los hacedores de opinión pública.
Para desgracia nuestra no favoreció a la libertad de prensa el resquebrajamiento de los controles del Estado sobre la misma. No lo hizo porque los medios, salvo honrosas excepciones, en lugar de situarse frente al poder se convirtieron en el poder mismo y por tanto más que servir al pueblo de México se dedicaron, con más celo y efectividad, a cuidar sus propios intereses.
De tutearse con los altos funcionarios pasaron muchos directores, reporteros, editorialistas en muchos medios a confraternizar con ellos, a confundirse con ellos, a sentirse como ellos. Se perdió la saludable y necesaria distancia entre la redacción y el palacio. Quiso la primera sustituir al segundo.
No encabezaron por eso la mayoría de los grandes diarios y obviamente la tv privada, como ha sucedido en otros países, una ofensiva ciudadana contra la criminal e inútil guerra contra el narco. Al contrario. Optaron por callar y conceder, por validar y contribuir a la aceptación y al olvido.
Asumieron así el papel que antaño estaba reservado solo a la tv de resguardo y preservación del sistema político.
Convertidos ya en parte integrante del stablishment, algunos diarios, periodistas y canales se dedicaron a defenderlo, aun a pesar de las muchas evidencias de su total deterioro y criminal ineficiencia.
Tampoco fueron, salvo contadas excepciones, los grandes medios los defensores y garantes de la democracia mexicana. Desde los tiempos de Vicente Fox se compraron las primitivas diatribas de éste contra las instituciones del Estado. Entre uno y otros nada dejaron en pie, así que, en 2006, unas elecciones a todas luces irregulares fueron santificadas por los grandes titulares de la prensa, los principales editoriales y obviamente la tv.
Con asombrosa mansedumbre muchos directivos y articulistas de los diarios no solo hicieron suyos los argumentos de la guerra sucia electoral desatada por Felipe Calderón, sino que, además, los mantuvieron vivos hasta la contienda de 2012.
La burla, el insulto, los adjetivos propios de la propaganda electoral comenzaron a filtrarse en las columnas de opinión. Si en 2006 el trabajo sucio lo hizo la Iglesia y el Consejo Coordinador Empresarial embaucando incautos, en 2012 tocó a los hacedores de opinión pública, a esos que tienen el privilegio de hablarle al círculo rojo, cumplir con la misma tarea.
Con fervor inquisitorial, como Ciro Gómez Leyva, o marrullerismo, como Carlos Marín, se lanzan desde columnas, cabinas de radio o estudios de tv contra esos a los que, burlonamente, llaman el “pueblo bueno”.
Sincronizados con los argumentos del régimen, reproductores mecánicos de los mismos, estos poseedores de la verdad absoluta me llaman “sucio” por escribir en tuiter que se han colocado del lado del poder, que ofician de fiscales para el mismo —lo que sostengo— o insisten en que un yerro periodístico, que rectifiqué de inmediato, es una patraña.
Patraña es la manipulación de las encuestas; su uso propagandístico-electoral. Sucio es callar, acordar el silencio con otros medios, pretextando que es por México, cuando el país, convertido en una enorme fosa clandestina, se nos deshace entre las manos por la guerra.
No debaten, insultan. No aceptan tampoco que hechos que ellos, instalados en los pasillos del poder, no registraron pudieron haber sucedido de otra manera. ¿Qué es lo que pretenden? Incitar al linchamiento, amedrentar, descalificar, silenciar para proteger así ese poder al que antes se opusieron y que contra ellos quiso hacer lo mismo y en el que hoy, para desgracia de este país, se han convertido.
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Fuente: Milenio