Por Marusia Musacchio
“¿Qué ha pasado con los 43 desaparecidos?”, fue la primera pregunta que me hizo el colectivo Pussy Riot después de un par de minutos de habernos conocido en la Ciudad de las Ideas. Habían llegado a Puebla para presentarse en este festival que reúne a estrellas de rock, filósofos, científicos e, incluso, a ex presidentes. Sin embargo, Maria Alyokhina, Ksenia Zhivago, Alexander Sofeev y Vasily Bogatov no parecían interesados en el desfile de personalidades que se deslizaba en el Auditorio Metropolitano de la capital poblana; más bien, instintivamente buscaban conversar con gente de la calle y, sobre todo, con estudiantes, para entender qué era lo que estaba pasando en México, por qué el sistema era capaz de tragarse a los normalistas.
“Tú país es como Rusia”, me dijeron mientras caminábamos esa noche por las calles de Puebla. “¿Se refieren a la arquitectura?”, les respondí de forma irónica. “En lo absoluto. Estas calles de colores pastel, con ángeles en las cornisas, son tan hermosas que parecen un cuento de hadas”, me dijo Maria, que estaba absorta contemplando la Iglesia de la Concepción, ubicada en la esquina de 16 de Septiembre y Av. 5 Oriente, al punto que no había alcanzado a pescar mi chiste.
Maria Alyokhina y Nadya Tolokonnikova, quien no pudo venir a México, representan la imagen del grupo de alrededor de 10 miembros. El número no es fijo, a veces pueden ser un par más o un par menos, cualquiera que quiera unirse a estas disidentes puede hacerlo y, contrario a la creencia popular, no es necesario ser mujer para estar dentro de Pussy Riot. Lo que es innegable es que Maria y Nadya se ganaron el derecho a ser líderes de su banda después de pasar dos años en la cárcel, acusadas de hooliganismo por cantar una melodía en contra de Vladimir Putin.
Cuando llegamos a los portales del centro, pedimos un mezcal Monte Lobos. Era la primera vez que Maria probaba este elíxir mexicano y confesó que le gustaba, pero que prefería el tequila. Después continuó su comparación: “Siento que las estructuras de poder aquí son muy similares a lo que hay en mi país: la esfera estatal colinda y convive con fuerzas criminales y oligarcas”. Un análisis de precisión quirúrgica hecho por el bisturí de alguien que pasó dos años en la cárcel reflexionando sobre la naturaleza del poder en una sociedad sin pesos y contrapesos efectivos.
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Fuera de la Ciudad de las Ideas y ya en la Ciudad de la Esperanza, Pussy Riot me bombardeaba con preguntas.
Ellas mientras pasábamos por el Monumento a la Revolución: “¿Qué son esas tiendas de campaña?”. Yo: “Supongo que son de la coordinadora de maestros que protesta por la reforma educativa”.
Ellas en el cruce de Reforma y Bucareli: “¿El +43 rojo en el lado opuesto de ese caballo amarillo es por Ayotzinapa?”. Yo: “Sí, el 43 simboliza que aún nos faltan 43, bueno de hecho nos faltan como 26 mil y lamentablemente el conteo continúa. El caballito es de un escultor mexicano llamado Sebastián”. Ellas: “¡¿26 mil?! Joder, eso es una infinidad de vidas”. Yo: sin respuesta, ¿qué se puede decir?
Pussy Riot entiende que en la estadística hay madres, esposos, amantes, hijos, vidas que no fueron.
Ellas después del quinto graffiti en Avenida Juárez: “¿Cómo es posible que haya tantos graffitis? ¿Qué el Estado no los borra?”. Yo: “Supongo que el ritmo de la protesta es tan acelerado que el tiempo no les alcanza”. Ellas: “Mmmh… eso sería impensable en Rusia. Ni la protesta de los maestros, ni el 43 rojo enfrente del caballito amarillo ni los graffitis serían permitidos, el gobierno lo eliminaría todo. El Estado se empeña en controlar por completo a la disidencia”. En ese momento, un escalofríos me recorrió y pensé en el temor que inundaba sus vidas constantemente, al menos nosotros podíamos protestar.
Todos en El Cardenal de la Alameda: “¡Salud!”.
Me hubiera gustado pedir chiles en nogada o barbacoa, pero estos seres hiperpolitizados no comen carne. Según su relato, la cadena de producción ganadera era parte de la estructura de poder que sofocaba a artistas y disidentes en Rusia. Supuse que no tenía sentido decirles que la barbacoa de Hidalgo no era parte de ese sistema. De cualquier manera, cancelé la orden y estaban por pedir el cuarto guacamole cuando me di cuenta que, si hubieran sabido que los aguacates de Michoacán estaban ya dentro de la estructura de poder del narco, quizá tampoco habrían comido tantos totopos con guacamole.
La conversación fue fluyendo y, cuando probaron el queso envuelto en flor de calabaza, me pidieron que los llamara por sus diminutivos. Maria pasó a ser Masha; Ksenia, Ksusha; Alexander, Sasha, y Vasily, Vasa. Los nuevos apelativos me sirvieron para cerrar la distancia, el resquicio para preguntas más personales se abrió y me atreví entonces a preguntarles sobre su manejo cotidiano del miedo. Después de todo, su movimiento iba dirigido en contra de un sistema en cuya cabeza se encuentra uno de los hombres más poderosos del mundo, el presidente Putin. Masha no titubeó: “no siento miedo, ni siquiera tengo la oportunidad de sentirlo. Sé que represento algo más que mi propia persona y eso filtra las emociones. Las prisiones rusas están llenas de gente sin voz. Yo al menos puedo escudarme en una de nuestras máscaras. Cuento con la ventaja de los medios, ellos no”.
No tuve por qué dudar de su respuesta; sin embargo, el olor a nicotina de su pelo, la obsesión con la que leía, respondía y se reía de los mensajes en todas sus cuentas de redes sociales y las marcas en sus uñas delataban una ansiedad constante que incrementaba o disminuía según el contexto: entre figuras de autoridad se notaba alerta; entre activistas, relajada.
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Antes de salir a caminar por el Centro Histórico y ver los murales de Rivera y Siqueiros, Masha me había pedido que la contactara con hijos de desaparecidos. Asistimos a una reunión en la colonia Roma con la asociación H.I.J.O.S., donde Pussy Riot escuchó atentamente la tragedia latinoamericana que por décadas había dejado niños huérfanos desde Argentina hasta Tierra Caliente, Guerrero.
En cierto momento, Masha se desesperó y me dijo: “No puedo sólo escuchar, necesito hacer algo. Sólo la acción tiene fuerza. ¿Cómo puedo participar?”. Le sugirieron que se uniera a una campaña de postales para mantener la presión sobre el caso de los normalistas, para no parar de buscarlos, para no permitir que la verdad histórica clausurara el derecho a saber quiénes, cómo, dónde, por qué. Accedió de inmediato y les ofreció poner su red de cientos de miles de seguidores en todo el mundo a su servicio. Al salir de la casa, los latinoamericanos les expresaron su solidaridad y les dijeron que no podían imaginarse lo difícil que ha de ser vivir en Rusia. Pussy Riot pareció incomodarse, pero nadie tenía la confianza suficiente para preguntarles por qué.
En el Cardenal, pensé en hacerlo, pero los tequilas nos llevaron hacia otro lado. Masha comenzó a hablar sobre su vida antes de ir a la cárcel, cuando sólo un pequeño círculo de artistas underground la conocía en Moscú. Había estudiado literatura y periodismo, tenía un hijo. Su compañero decidió tomar la responsabilidad del niño para que Masha pudiera ser miembro de este colectivo punk. La apuesta fue la atinada: una vez que Putin las catapultara al estrellato mundial, ya no habría vuelta atrás. Masha se convertiría en activista 24 horas al día.
Llegaron los postres -pastel de tres leches con nata, flan de cajeta y helado de mamey-, los ojos azules de Masha se iluminaron cuando le colocaron la copa de helado enfrente. En la cárcel, nos dijo, sólo había un pequeño refrigerador para todas las internas, así que era imposible guardar helado. Me quedó la duda de por qué habría querido comerlo. La prisión a donde la habían enviado está en la ciudad de Perm, en los Montes Urales, y, en los meses de invierno, la temperatura baja hasta -35°C.
El mamey la puso de excelente humor y comenzó a relatarme que el sistema ruso era tan absurdo que las prisioneras trabajaban hasta 13 horas al día confeccionando uniformes para la policía. “¿Tú confeccionabas uniformes de policía?”, le pregunté con sorpresa, debido a la crítica que Pussy Riot ha hecho sobre el papel de los uniformes como símbolo de abuso de poder por parte de las autoridades, no sólo en Rusia, sino también en el caso de Eric Garner, en Estados Unidos. “¡Obviamente que no! Hasta en la prisión era rebelde, pero los guardias lo sabían y por eso me pusieron a dar clases de confección. Yo nunca entré a esa maquila. De hecho me aseguré de trabajar sólo ocho horas diarias, como lo dicta la ley. También organicé un movimiento para conseguir que le pusieran puertas a los escusados. Éramos 100 personas en la barraca y sólo había tres baños”. Me pidió que la acompañara a fumarse un cigarro. Iba ya entrada en su segunda cajetilla y apenas eran las 4:30 de la tarde.
Tocaba una banda de danzón en la Alameda. Masha la punketa cerró los ojos y me preguntó qué era ese ritmo hipnotizador. “Es danzón, lo baila todo tipo de parejas, muchas de ellas ya entradas en edad, en salones y plazas públicas”, le aclaré. Después ella me detalló cómo los primeros meses en prisión fueron complicados. A 3 mil kilómetros de distancia había dejado a su hijo, Philip, sólo podría verlo una vez cada tres meses. En las cárceles masculinas, al parecer, los presos están organizados en bandas y gangs, pero no en las femeninas. Los guardias utilizan las visitas familiares como carnada para apaciguar a las reas. Las prisioneras intercambian su derecho a exigir lo que les corresponde legalmente por abrazar a sus hijos.
Nereidas flotaba en el ambiente mientras ella recalcaba la dificultad de sus primeros seis meses cuando estuvo prácticamente en encierro solitario. Salía un par de horas al día de su celda para realizar trabajos, pero los guardias tenían amenazadas a las otras mujeres de no hablar con ella, considerada por el sistema una “revoltosa”. Mientras veíamos a los danzoneros moverse sobre la Alameda, sonrió y dijo: “Siempre hay gente dispuesta a desafiar el sistema y, en este caso, a hablar con la ‘revoltosa'”.
A medio cigarro me preguntó por qué me llamaba Marusia. Yo sabía que en ruso mi nombre era una forma anticuada de decir Maria, como mi tocaya que aún no se terminaba el primer cigarro cuando ya estaba sacando el segundo. “Mis papás también eran revoltosos”, le contesté, “me nombraron así por una película sobre un movimiento obrero”. Masha sonrío y me dijo: “Entonces tú también eres Masha”. Sentí el tiempo inerte, ese fue el único instante donde la vi tranquila, quizá embrujada por los acordes del danzón. Me sonrió y una pareja de enamorados se paró enfrente de nosotras. Se besaron y, al separarse, tanto Masha como yo presentimos que era tiempo de regresar a la mesa. Teníamos que llegar a nuestra siguiente cita.
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La Casa Museo León Trotsky es el único museo del mundo dedicado a la vida de Lev Davidovich Bronshtein, el revolucionario ruso también conocido con el nombre de Trotsky. En la puerta del recinto nos recibió el personal del museo. El papel de Trotsky como contrapeso al estalinismo y su terror fue el hilo conductor de la visita. No obstante, pese al evidente entusiasmo de los visitantes rusos, Vasa no pudo contenerse y recalcó discretamente: “Como comandante del Ejército Rojo, Trotsky también fue arquitecto de ese sistema. Qué fortuna la de ustedes que no pasaron por las décadas negras que sufrió la Unión Soviética”. Los escalofríos me regresaron.
Tacos de nopales y hongos sirvieron de combustible para la noche que se extendía por delante. Bajo el retrato de Chavela Vargas, en el icónico Tenampa y con una botella de tequila de testigo, Ksusha me dijo que, en Rusia, Pussy Riot era acusado de ser agente estadounidense; incluso, financiado por Hillary Clinton. Para cualquiera que pasara más de 15 minutos con Masha resultaba evidente que ella no podía ser agente de nada, más que del cambio. Era terca, empecinada, incapaz de seguir una orden. A momentos, incluso, desesperaba a sus compañeros. En su horizonte, sólo se vislumbraba el activismo que practicaba no sólo por medio de sus actuaciones en Pussy Riot, sino sobre todo en su asociación MediaZona encargada de defender presos sin voz.
Semanas antes había visitado un campo de refugiados sirios en la República Checa. Hablaba con encono de la crisis: “Los obligan a vivir en campos supuestamente de refugiados, pero más bien son prisiones. Les dan latas de comida expiradas, los encierran en cuartos sin aire fresco, les niegan el acceso a tratamiento médico y estos migrantes ni siquiera pueden quejarse por miedo a ser deportados. Estamos en contra de las fronteras simplemente porque estamos en contra de la desigualdad”.
Justo en ese momento, Pussy Riot recibió la noticia de que su amigo el artista conceptual Peter Pavlensky, famoso por su performance en la Plaza Roja donde martilló sus testículos al empedrado, había incendiado la puerta de la FSB, o KGB como se le conocía en la era soviética.
“No voy a poder dormir hoy”, me advirtió Masha, “mi vuelo sale en unas horas y tengo que aprovechar el tiempo para apoyar a Pavlensky”. Los cigarros comenzaron a desaparecer con más ferocidad. Uno, otro y otro más. Sólo la nicotina y las redes sociales apaciguaban su ansia. Volvió a la frase que había enunciado en el encuentro con H.I.J.O.S.: “Sólo la acción tiene fuerza, el concepto es expresado en el performance, el único sentido de los medios es magnificar el mensaje”.
Eran ya cerca de la 1:00 am. Salimos del Tenampa rumbo al Bar Oasis, un tugurio gay ubicado en República de Cuba 2. Pensé que ese era un sitio adecuado para terminar la noche. Parte de la plataforma de Pussy Riot es oponerse a las políticas y las inercias de la sociedad rusa que ven la homosexualidad como una perversión moral o una enfermedad.
En el trayecto, la conversación regresó a temas políticos. Comentamos que a diferencia de Rusia, donde la violencia formaba parte de los mecanismos de control férreo del Estado, en México, el fenómeno estaba particularmente exacerbado por la debilidad estatal para mantener el monopolio de la fuerza.
Habíamos dejado el domingo atrás, el lunes se asomaba y yo aún no tenía respuesta de por qué Pussy Riot se había mostrado tan incómodo por el comentario de los hijos de desaparecidos. Con la música norteña llenando el silencio, era imposible conversar. Justo cuando Masha se levantó para salir a fumarse otro cigarro, un grupo de cuatro caballeros se le acercó para tomarse una foto con ella. La petición pareció no molestarle, era parte del paquete por ser una celebridad mundial.
Dieron las 2:30 am y tuve que irme. A las puertas del Oasis me despedí de los cuatro fantásticos. Me metí al taxi y no resistí, bajé la ventanilla para preguntarles el motivo de su incomodidad al final de la reunión con H.I.J.O.S. Ksusha se sorprendió de que no me pareciera obvia la respuesta y después dijo: “Nosotros enfrentamos la cárcel como destino, ustedes caminan entre muertos”. De pronto la despedida cobró un nuevo peso, me di cuenta de que ni ellos ni yo estábamos seguros.
Horas más tarde, en alguna calle del Centro Histórico, asaltaron a Maria Alyokhina.
Fuente: Reforma