Por Darío Ramírez
México es un país donde la discriminación es un serio problema. Lo mismo que la desigualdad. Lo evidente es que son dos problemas que se perpetúan en nuestra sociedad. Los avances, aunque reconocibles, son insuficientes para revertir la realidad.
Es conocida la reciente sentencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) que se refiere a la prohibición de las palabras (en determinado contexto) de puñal y maricón. Podríamos dejar pasar tan controversial sentencia, pero entonces estaríamos desperdiciando la oportunidad para confrontar ideas que nos ayuden a dibujar que tipo de democracia queremos.
Cada persona tiene criterios diferentes sobre cuales tienen que ser los límites a la libertad de expresión. De acuerdo a la jerarquía de sus filtros morales, políticos, sociales o religiosos puede determinar si determinada expresión es valiosa, conveniente, frívola, dañina, lujuriosa, insultante, ofensiva, agraviosa, inútil. Una expresión que a una persona cristiana le puede ofender, como burlarse a través de una obra de arte donde se muestre a la Virgen de Guadalupe con los senos de fuera, a otra persona le puede parecer suculenta.
Las discusiones que continuamente vemos en redes sociales y otros foros versan sobre la conveniencia de la existencia de ciertas expresiones por su naturaleza que descansa en los límites del derecho a la libertad de expresión. La conveniencia –según algunos– de usar frases límite pasa por determinar su aporte a la sociedad, si es necesaria y conveniente, si se ciñe a las buenas costumbres y a lo políticamente correcto. Todas y cada uno de estos tests se elabora desde el trono de lo moral. Por ello, lo que a una persona le puede parecer completamente inútil y censurable, otra persona puede adoptar la misma expresión como válida y necesaria.
El único filtro de común aplicación para determinar si una expresión está dentro de los límites del derecho es el análisis legal. Para aquellas personas e instituciones que defienden la bondad de las palabras y el uso políticamente correcto de éstas, la sentencia de la SCJN resultó en un paso para adelante. Mientras, habemos quienes consideramos que en una democracia liberal el tener la piel un tanto gruesa es fundamental para dar paso al intercambio de opiniones (muchas de ellas ridículamente ofensivas). Al mismo tiempo, el derecho a la libertad de expresión no es absoluto. Tiene un mínimo de límites.
La sentencia de la Corte no sólo resultó en fijar criterios vagos y contradictorios, sino que además dio velocidad y fuerza para aquellas personas amantes de fijar criterios morales a expresiones controvertidas. En otras palabras, reforzó el deber ser de las expresiones.
La sentencia citada no protege contra la discriminación a la población homosexual. En ese aspecto fracasó la Corte. La prohibición de las palabras maricón y puñal no hará que disminuya la persecución e imposibilidad de goce de derechos de esta población. Inclusive, ni siquiera podría comprobarse que la censura tajante de ambas palabras abonaría para romper y desterrar estereotipos en nuestra sociedad. La Corte cometió el simple (y pernicioso) error de confundir la protección contra la discriminación con el estándar de insulto u ofensa.
Ofender e insultar no es sinónimo de discriminar. El texto por el cual llegó el caso a la Corte tenía la intención de insultar al dueño del periódico y a un periodista. De ninguna mañanera (no importa si les de cabeza la sentencia) se puede inferir que el insulto tenía la intención de menoscabar el goce de derechos o bien llamar a la violencia contra la población homosexual. Inclusive el periodista que se dijo afectado por las palabras maricón y puñal reclamó ante la justicia su derecho al honor (límite reconocido de acuerdo a los estándares internacionales de la libertad de expresión) y no un argumento basado en la discriminación por pertenecer a determinado grupo social. Pero la Corte literalmente vio elementos que el caso no contenía y terminó confundiendo el insulto con la discriminación contra la población homosexual.
Una expresión puede ofender y estar dentro de los límites legales de la libertad de expresión. Inclusive esa expresión puede ser sumamente agraviante para una comunidad en específico y ser legalmente protegida. Nos guste o no. La creamos conveniente o no. La consideremos democrática o no.
La no discriminación es un derecho, no una sensación o sentimiento. Puedes sentirte discriminado y no estar siendo (legalmente) discriminado. La confusión es común, pero no por ello es aceptable. Hay expresiones que sí generan discriminación, por ejemplo: por puto no te doy trabajo, por lesbiana no te atiendo en el centro de salud.
Las palabras maricón y puñal, empleadas por un periodista contra otro periodista, no tenían la intención de generar violencia ni discriminación contra los gays. El insulto se dio en un contexto de simetría entre dos periodistas, y sus diferendos deberían haberse quedado en sus páginas (pobres de contenido, por cierto) y de cara a su audiencia. La vulgaridad y pobre léxico de los periodistas durante su intercambio de ninguna manera advierte incitación al odio o la violencia. Simplemente denota pésimo gusto.
Las ofensas o insultos basados en lamentables estereotipos pueden tener un efecto negativo en la sociedad. El papel del Estado debe ser el de buscar a través de todos los medios combatir la discriminación y el reforzamiento de estereotipos. Lo puede hacer a través de educación (sexual), derechos humanos, políticas públicas que alienten el debate e intercambio de ideas y opiniones, campañas públicas que demuestren dicho efecto negativo. Sin embargo, la Corte y el grupo de la bondad que apoyó dicha sentencia optaron por lo más dañino para una democracia que es el proscribir palabras del diccionario. Al final se prohibieron las palabras pero su uso sigue estando vigente.
En una sociedad democrática el ejercicio de ponderación entre derechos debe de ser continuo. Para ello, los tribunales tienen la función importante de nivelar el terreno entre expresiones y emisor de la expresión. Debe de garantizar el goce de todos los derechos de acuerdo a su interdependencia. Sin embargo, para una Corte, recurrir a la censura de palabras debería haber estado basado en el más alto umbral de protección y comprobado sin lugar a dudas el efecto negativo de la expresión. El análisis del contexto, intención y resultado que realizó el Ministro Zaldívar contraviene los estándares internacionales de protección a la libertad de expresión. La función de gendarme de las palabras que ofendan, lastimen o insulten que asumió la SCJN no es digna de la función democrática de un tribunal constitucional.
La función de reconocer que ciertas expresiones pueden generar odio, exclusión o violación de derechos humanos y violencia contra personas o colectivos debería ser el estándar de actuación del máximo tribunal. Todo lo que no entra en los evidentes límites legales se debe dejar para el debate público.
Fuente: Sin Embargo