Por Juan Pablo Proal
Sumen a los Tucanes de Tijuana y a los Tigres del Norte al festival Hell and Heaven y así el gobierno lo aprobará, ironizaba uno de tantos comentarios difuminados en las redes sociales. El humor, como casi siempre, devela algo de verdad.
El poder y la cultura son caminos que confluyen. Cada rey ejerce la función de mecenas del arte que refuerza su discurso. Sus aspiraciones llevaron a Lorenzo de Médeci a crear la primera Academia de Bellas Artes; Carlos V nombró conde al pintor Tiziano… El neopriismo, financió a la banda El Recodo, Cuisillos, K-Paz de la Sierra y el movimiento alterado.
“Es mi deber proteger a la ciudadanía, yo no voy a arriesgar a quienes eventualmente pudieran asistir a este concierto, mi deber es cuidar su integridad, velar por su protección”. Con esta argucia, el gobernador del Estado de México, Eruviel Ávila, suspendió la celebración del festival de rock pesado Hell and Heaven, que se realizaría este fin de semana en el municipio de Texcoco.
Para reforzar su argumento, el priista Ávila presumió su ejemplar sentido de la paternidad: “A mis hijos les gusta la música, los conciertos, pero como padre de familia yo no voy a exponer a mis hijos y a la gente que eventualmente pudiese ir” (sic).
Sí, al gobernador del estado donde el feminicidio es común desecho del olvido y la extorsión, las desapariciones forzadas y las narcoejecuciones son la dieta diaria, le interesa proteger a sus ciudadanos. Deben sentirse infinitamente agradecidos sus gobernados: Los salvó de una tragedia apocalíptica.
Para el priismo, es mucho más seguro un concierto que no involucre a viejitos con las caras pintarrajeadas y lenguas kilométricas. Es mejor algo ligado al partido, más revolucionario, como gruperos enfundados con fusiles de asalto interpretando letras mexicanísimas. Como ejemplificó la banda “Los de la A” el pasado domingo 2 de febrero en el Pabellón Don Vasco, en Morelia, centro de espectáculos propiedad del gobierno del estado: “Si me mochan la cabeza me vale madre, compadre”.
A principios de octubre de 2007, los miembros hasta entonces sobrevivientes del grupo estadunidense The Doors Ray Manzarek y Robby Krieger recordaron los argumentos que ofreció el priismo para impedirles conceder un concierto al aire libre en 1969: “Las personas en el poder dijeron ‘de ninguna forma vamos a permitir que entren 60 mil hippies en la Plaza de Toros”. No ha cambiado mucho desde entonces. A los priistas les enorgullece no saber cuánto cuesta el kilo de tortilla, pues, claramente, esa es una obligación de las mujeres.
En su ensayo “Poder y cultura. El origen de las políticas culturales”, el economista español Pau Rausell Köster recuerda que los gobiernos financian las actividades artísticas que refuerzan su discurso: “(…) Es evidente que ‘el poder’ ha tomado decisiones durante muchos siglos sobre por qué y qué arte producir, por qué y qué libros se debían escribir y leer y, en definitiva, qué valores sociales y estéticos se debían compartir”.
Además de la ramplona mojigatería con que Ávila canceló el festival de heavy metal, es claro que el grupo de poder en turno tiene más interés monetario que ideológico en las expresiones artísticas. Ocesa, (propiedad al 40% de Televisa), a su vez socio íntimo del priismo, es un monopolio impune que extiende su manto a casas de juego, infraestructura cultural, espectáculos deportivos y un infinito etcétera. El incremento de la participación del sector privado en la oferta cultural va en sentido contrario a los castigados presupuestos públicos.
Mientras un artista no muy conocido debe mendigar para que un gobierno le pague una cuota mínima por presentarse en algún festival oficial, Ocesa llena sus arcas con una oferta imparable. En estos tiempos, la cultura, por lo regular, es para quien puede pagarla. En un estudio financiado por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes sobre infraestructura cultural se advierte que en el país sólo hay mil 107 museos, es decir, uno por cada 93 mil 282 habitantes… Sin embargo, somos agraciados: no nos falta un Oxxo en cada esquina.
Christopher Ruvalcaba, uno de los organizadores del festival Hell and Heaven, expuso en una entrevista con el periódico “El Economista” el juego indecente ejercido por el monopolio del espectáculo: “La competencia es muy dura, te cierran las puertas y es hasta sucia (…) en cuanto comienzas a llamar la atención la gente que controla los recintos (Ocesa) en el DF no te los rentan o te imponen cosas”. Aparte, en ese mismo texto, Sergio Mayer, promotor que trajo a Bob Dylan a México en 2012, advirtió que el Palacio de los Deportes, el Foro Sol o el Teatro Metropolitan son absolutamente inaccesibles: “Estos lugares los maneja Ocesa, no te los rentan, es imposible”.
Consigna la nota informativa que tan sólo el año pasado la venta de entradas para espectáculos en la capital del país ascendió a 4 millones 577 mil 426 boletos. Únicamente la Arena Ciudad de México, de Guillermo Salinas Pliego, hermano del dueño de Televisión Azteca, obtuvo un millón de visitantes en su primer año de operaciones.
Las expresiones artísticas se han degradado a un accesorio más del consumo, artículos desechables. La histérica compra de boletos para el concierto de un artista masivo no es diferente a las reptantes filas en las baratas de Liverpool.
En el libro “Vida de consumo”, el profesor emérito de la Universidad de Leeds Zygmunt Bauman advierte que “el propósito crucial y decisivo del consumo en una sociedad de consumidores (aunque pocas veces se diga con todas las letras y casi nunca se debata públicamente) no es satisfacer necesidades, deseos o apetitos, sino convertir y reconvertir al consumidor en producto, elevar el estatus de los consumidores al de bienes de cambio vendibles”.
La censura que ejercen los grupos de poder actuales es mucho más tenebrosa a la del oscurantismo. Además de enorgullecerse de su ignorancia ramplona, los gobiernos incumplen con su obligación de hacer cumplir el derecho humano de acceso a la cultura y, con predador cinismo, cierran negocios con los grandes consorcios, en detrimento de los ciudadanos. En la lógica de Bauman, su único interés es perpetuar al individuo como objeto de cambio monetario.
Esta es la política cultural del neopriismo. Las Melissas Plancartes que vengan podrán grabar los videos que quieran en recintos oficiales. Los grupos de narcocorridos tendrán espacio abierto para presentarse en foros públicos. Los actos proselitistas y cívicos estarán adornados por la agencia de modelos de Televisa. Pero, eso sí, que nadie se atreva a tocar heavy metal… O bueno, sí, pero que lo organice Ocesa.
Fuente: www.juanpabloproal.com