Hace unos meses, Uruguay les dio asilo a seis presos de Guantánamo. Cómo es sacarse el traje anaranjado y empezar una nueva vida entre mates y vecinos curiosos
Dos hombres caminan por una vereda del centro de Montevideo. Uno viste jean, camisa a cuadros y zapatillas; el otro lleva una remera marrón gastada, bermudas y ojotas. Ambos tienen una barba de dos días, como se usa ahora. Van charlando y sonríen, cargan bolsas de nailon del supermercado con productos que acaban de comprar. Llevan coca cola, papas fritas de paquete y una pizza congelada. Al llegar a una casa, en la esquina de Magallanes y Maldonado, en pleno barrio montevideano de Palermo, los espera otro muchacho, de cuarentaipocos, como ellos. Usa una barba un poco más crecida sin llegar a ser tupida, tiene una remera azul con la leyenda “Uruguay” y está tomando mate. Hasta aquí, un típico escenario de una tarde veraniega en la capital uruguaya, nada que amerite una nota periodística.
Pero los hombres no se llaman Walter ni Washington, ni se apellidan García, Rodríguez o Fernández. Los que vienen de hacer las compras son Al-Hadi Faraj y Ali Hussain Shaaban, y el que los espera con el mate se llama Abu Wael Dhiab. Son sirios y forman parte de un grupo de seis ex presos de la cárcel estadounidense de Guantánamo en suelo cubano, que llegaron en calidad de refugiados a las seis de la mañana del domingo 7 de diciembre de 2014 a Montevideo, después de haber estado trece años encerrados en la prisión de máxima seguridad más famosa y cuestionada del mundo.
Desde ese día, los tres sirios, más su compatriota Ahmed Adnan Ahjam, el palestino Mohammed Tahamatan y el tunecino Abdul bin Mohammed Abis Ourey, deambulan por las calles montevideanas intentando mimetizarse con los uruguayos. Para eso se afeitaron primero y tomaron mate después, algo que para varios de ellos no es tan raro: en Siria toman tanto mate como en el Río de la Plata y la yerba la importan de la Argentina.
La tierra prometida
No bien llegaron a Uruguay en un avión de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, los refugiados fueron trasladados al Hospital Militar. Luego, casi de inmediato, los sirios se alojaron en una antigua casona desocupada de la central sindical Pit-Cnt (Plenario Intersindical de Trabajadores-Convención Nacional de Trabajadores), el organismo elegido por Mujica para facilitar la adaptación de los refugiados. El tunecino Abis Ourey y el palestino Mohammed Tahamatan -quien confesó que nunca antes había escuchado sobre Uruguay y que recién cuando le alcanzaron un mapa en Guantánamo pudo ubicarlo geográficamente- se acomodaron por separado en una pieza compartida en un hotel del centro.
El libanés con ciudadanía siria Abu Wael Dhiab fue el único que quedó hospitalizado. De 43 años, era quien estaba más débil por arrastrar varias semanas de huelga de hambre. También conocido como Jihad Diyab, su caso trascendió a nivel mundial en mayo del año pasado cuando acudió a la Justicia estadounidense para reclamar su derecho a no ser alimentado por la fuerza. A mediados de 2014 una jueza federal de Estados Unidos anuló una orden anterior que impedía que el preso sirio fuera alimentado contra su voluntad. “La Corte no puede dejar que el señor Diyab muera”, fue el argumento que dio Gladys Kessler para avalar que el preso recibiera alimentos y líquidos de prepo.
Según documentos secretos del Departamento de Defensa de Estados Unidos -desclasificados desde el 11 de enero de 2002-, Diyab, el mismo que ahora sale a la puerta de su casa montevideana chupando la bombilla de un mate amargo y apoyado en muletas, integró células terroristas en Siria y Afganistán. De padre sirio y madre argentina -mendocina-, sirvió a la Fuerza Aérea siria entre 1991 y 1993, donde recibió entrenamiento con armas. Según el mismo documento, Diyab fue miembro de Al Qaeda desde fines de los años noventa. Estados Unidos lo tuvo en reclusión con el clásico mameluco anaranjado y grilletes en los pies, desde 2001 y pos-11S, lejos del debido proceso, de un juicio justo y de su familia.
Si bien a ninguno de los recién llegados les gusta hablar con la prensa -ninguno va a opinar, por ejemplo, del atentado a Charlie Hebdo-, Diyab es el más reticente.
-¿A qué te dedicas? -le pregunto luego de que un trabajador de Pit-Cnt me presenta como “un amigo”.
-Lo siento, pero no hablo con periodistas. No es nada personal… Es por seguridad. Security issues, dice en una mezcla de inglés y castellano a media lengua.
Tampoco está dispuesto a decir algo de su madre mendocina. Del grupo, Diyab es el que menos se ríe. Mide 1,90 pero pesa apenas 67 kilos. Fue condenado a muerte en ausencia y perdió a un hijo en la guerra civil de su país. “Eso es lo que lo tiene así de triste, y hace años que no puede ver a su esposa y a sus otros tres hijos”, cuenta Gambera, a cargo de las relaciones institucionales del sindicato y que oficia de traductor de inglés. A Diyab lo desvela la posibilidad de traer a su familia a Uruguay. En principio, parecería que parte de su sueño está cerca: la Cruz Roja dio el visto bueno para que su esposa, un hijo y su suegra se muden a Uruguay. Solo resta conseguir el dinero de los pasajes aéreos.
Una de las pocas ocasiones en las que Diyab se mostró entusiasmado fue cuando ayudó en la preparación de un cordero, a una semana de haber llegado a Uruguay. La profesora de idioma español de los refugiados -que les enseña tres horas por día- los invitó a su casa. Mientras Ahmed Adnan Ahjam y el propio Diyab preparaban las ensaladas, Ali Hussain Shaaban se encargó de faenar el animal, sacrificado de acuerdo con el método “halal” que dicta la religión musulmana.
El sirio Ali Hussain Shaaban es tan reservado como Diyab. Considerado terrorista en Siria, huyó a Afganistán a comienzos de siglo. Según Estados Unidos, recibió entrenamiento suicida y sabe manipular fusiles AK-47. Tampoco él quiso hablar con los periodistas cuando pisó suelo uruguayo. En cambio, el tunecino Abdul bin Mohammed Abis Ourey, enseguida se mostró locuaz. “Hasta ahora está todo bien, después veremos”, dijo en italiano a los periodistas, y completó: “Me resulta fácil aprender español porque es parecido al italiano, pero a mis hermanos (los otros refugiados) les cuesta más”.
En el trato directo, Ourey es afable y accesible. Tiene 49 años, trabajó en la construcción y fue encarcelado en Italia por tráfico de drogas. Pero, según dice la Casa Blanca, perdió un pulgar por maniobrar una granada en un acto terrorista. Efectivamente, le falta el pulgar de su mano izquierda. Él no afirma ni niega actos terroristas o de justicia divina. Solo dice que en Uruguay todos los brothers están happy. En pocas palabras, cuenta que están encantados con el recibimiento del pueblo uruguayo, que fueron a la playa y visitaron una estancia en Colonia. Dos de ellos, incluso, salieron a correr por la rambla. Además de ser el que más habla, Ourey suele ser el cocinero del grupo. Todos los mediodías va desde la pensión céntrica a la casa que les prestó la central sindical a sus compañeros sirios para encargarse del menú.
Los trabajadores del Pit-Cnt les pusieron apodos para identificarlos mejor. Al sirio Al-Hadi Faraj lo llaman “el Fachero”, aunque él no lo sabe. Tiene una barba apenas crecida y un corte de pelo occidental, peinado al medio. Viste jean y una camisa a cuadros, pero no de marca. Con las bolsas del supermercado aún en las manos, dice que no quiere hablar. Pero habla, un poco en inglés un poco en castellano, con el acento de un extranjero que se esfuerza por comunicarse.
-Estamos felices acá.
-¿Extraña algo?
-Mmmm… no mucho.
“Este está para las mujeres… the girls”, acota Gambera. Faraj, con cierta timidez, dice que no, que no se ha acercado a hablar con mujeres ni con hombres, pero en todo caso él es libre. Ahora lo es.
-I’m free.
-¿Y allá en Siria?
-También free.
El documento de Defensa estadounidense remitido al gobierno uruguayo decía, a modo de atenuante, que Faraj, como recluso, “ha sido obediente y rara vez hostil a la fuerza de guardias y el personal”. Pero el expediente también señalaba: “Retiene datos de su organización extremista y de sus asociaciones de Al Qaeda en Siria y Afganistán”.
Gambera aprovecha para echar a correr un rumor que tiene revolucionado al barrio. Más que el pasado como prisioneros en Guantánamo, a los vecinos les intrigan sus costumbres, las diferencias culturales y ciertos mitos muchas veces convertidos en prejuicios. Especialmente, cuando se trata de la relación con las mujeres. “Me contaron que para tener relaciones con una chica, primero deben casarse con ellas para luego osar besarlas o bailar una lenta”, dice Gambera y sugiere corroborarlo con Roberto Couñago, el dueño de la panadería Mallorca, que está frente a la casa de Maldonado al 1700 y que, por estos días, se siente orgulloso de oficiar de uruguayo anfitrión: “Sí, quisimos enganchar a uno de ellos, a Mohammed, el alto, con una chica de la panadería, pero él no quiso nada”.
De Obama con amor
La versión oficial dice que Washington eligió a estos reclusos por considerarlos “de bajo perfil y riesgo”, y que la medida fue tomada como un adelanto de lo que será parte del programa de cierre del penal de la base naval de Guantánamo, promesa electoral de Obama que viene bastante demorada. Pero lo cierto es que en 2009, la justicia norteamericana determinó que no había evidencias suficientes para llevar a juicio a los seis ex presos y resolvió que fueran puestos en libertad. En esa misma situación se encuentran otros ex reclusos, 89 en total: los propios jueces dictaminaron que la mayoría de las pruebas que figuran en los documentos secretos no son confiables ni pueden ser corroboradas para acusarlos porque se arrancaron bajo tortura a otros detenidos. A veces en Guantánamo, a veces en las prisiones clandestinas de la CIA en otros países. Según Wikileaks, en el prontuario de los seis ex prisioneros hoy refugiados en Montevideo aparecen los nombres de Abu Zubaydah y Abu Faraj al-Libbi que, de acuerdo con un informe del Senado norteamericano difundido hace pocos meses, dieron datos erróneos o falsos bajo tortura en dependencias de la CIA.
Cinco años después de aquella resolución judicial, Obama encontró en Uruguay un aliado. Este país mínimo que gran parte de los norteamericanos se ven imposibilitados de ubicar en el mapa estuvo dispuesto a recibir a seis detenidos sin juicio en calidad de refugiados. La oposición no perdió oportunidad para criticar la decisión (“Aceptar presos de Guantánamo es aceptar el régimen de Guantánamo, sin tratado internacional ni habilitación del Parlamento”, escribió en Twitter el senador del conservador Partido Nacional y candidato a vicepresidente en las pasadas elecciones, Jorge Larrañaga, en un intento de correr por izquierda a Mujica. “Bastantes líos tenemos aquí como para importar líos de otros. Las prioridades son otras, no Guantánamo”, opinó el ex presidenciable colorado Pedro Bordaberry). Los uruguayos, por su parte, se mostraron divididos pero sin estridencias. Según una encuesta de la empresa Equipos Mori de abril de 2014, el 47 % no veía con buenos ojos la decisión de dar asilo a los reclusos de Guantánamo, frente a un 23 % que sí y a un 14 % indiferente. No era la primera vez que las encuestas no respaldaban medidas de corte progresista: entre junio y julio de 2012, semanas después del anuncio del presidente uruguayo de regularizar desde el Estado el mercado de la marihuana, un sondeo de la encuestadora Cifra divulgó que el 66 % estaba en desacuerdo, apenas un 24 % aprobaba la medida y un 10 % prefirió no opinar.
Pepe Mujica salió a defender la palabra empeñada cuando, en su audición radial de la emisora M24 en marzo de 2014, reveló que Washington le había consultado “varios meses antes” si Uruguay podía recibir algunos refugiados, entonces detenidos sin juicio en la prisión de Guantánamo. “Luego de algunas gestiones contestamos que sí, porque hoy y siempre, con la excepción de los dolorosos años de la dictadura, el Uruguay ha sido un país de refugio y para nosotros esta es una cuestión de principios”, dijo el presidente. Y agregó: “No nos podemos hacer los distraídos ante la formidable tragedia de gente que lleva doce, trece años sin comunicación con el mundo y detenida sin causa probada, sin haber visto un fiscal o un juez, sin ningún tipo de garantía. Esto es una vergüenza humana”. Para reforzar su postura, y afín a su estilo descontracturado y sin eufemismos, apeló a su pasado como preso político: “Estuve un montón de años en cana y estoy podrido de escuchar hablar de ‘derechos humanos’. ¡Derechos humanos es esto!”, exclamó ante una rueda de prensa, en la que también le preguntaron si pediría algo a cambio a su par Obama: “Yo no hago favores gratis, después paso la boleta”. En el envión, además, Mujica le pidió a Obama que cerrara directamente Guantánamo, lo que para sus detractores fue un guiño hacia, por ese entonces, su candidatura al premio Nobel.
Lo cierto es que Uruguay tiene una vasta tradición como país de asilo político: durante el siglo XX supo recibir a exiliados republicanos durante el régimen franquista, a brasileños perseguidos por la dictadura de Castelo Branco y hasta fue la tierra prometida para las capas argentinas medias y altas que durante los cuarenta y cincuenta prefirieron no convivir con los gobiernos peronistas.
Hoy, el gesto solidario de Mujica de dar asilo a los presos de Guantánamo va más allá de una afinidad ideológica. Están quienes dicen que supo aprovechar una buena oportunidad para hacer sentir su voz con impronta de líder mundial, en tiempos en que América latina vuelve a estar en la mirada de las potencias. Sus detractores lo acusan de hacer marketing político, algo paradójico para una figura que parece representar todo lo contrario.
En el barrio se comenta
Couñago, el panadero, también apeló al marketing en cuanto se enteró de que los refugiados se iban a instalar en una casa frente a su negocio: les envió una canasta con pan dulce y sidra, frente a una maraña de periodistas como testigos. La jugada no podía fallar, pensó. Al otro día, los sirios reunidos mandaron a llamar a la generosa panadera que les había llevado la canasta de bienvenida. La joven cruzó la calle y pretendió saludarlos con un beso. “Se pusieron como locos… no aceptaban darse besos en la mejilla con una chica y tampoco aceptaron darle la mano. Le dijeron thank you y ella se volvió”.
El panadero se siente cómodo en su rol de fuente no oficial. Cuenta que, periódicamente, un Peugeot 301 los pasa a buscar y los lleva de paseo a conocer la ciudad o la Costa de Oro de Canelones, en la zona metropolitana. O que cuando está la ventana abierta, los ven rezando.
-¿Querés un titular? Poné que cuando llegaron, vinieron a pedir bombas y cañones… pero de dulce de leche… -remata Couñago.
En este momento, los seis tienen su documento de residencia uruguaya, están inscriptos en el Fondo Nacional de Salud -por lo que cuentan con asistencia en hospitales públicos- y, en cuanto ingresen al mercado laboral, tendrán los mismos derechos y beneficios que cualquier trabajador. Hasta entonces, reciben una mensualidad estatal, y alimentos y bebidas que les proporciona el Pit-Cnt. “Queremos que consigan trabajo para que empiecen a interactuar con la gente”, dice Gambera. “Ya nos dicen que a futuro quieren formalizar parejas y tener su emprendimiento propio”.
Hussain Shaaban también tiene apodo. Le dicen “el Carnicero” y ya tiene casi acordado un trabajo en una carnicería de Montevideo, gracias a las gestiones de la Unión de Vendedores de Carne. El único problema es que Shaaban se muestra reacio a manipular cerdo, porque no se lo permite su religión. “Nosotros le decimos que no la tiene que comer, ¡que se ponga guantes y trabaje!”, dice Gambera. Faraj, en cambio, es de oficio orfebre y joyero, y está negociando un empleo con el importador de Rolex. El tunecino Ourey -el cocinero del grupo- ya ha tenido ofertas laborales en restaurantes de Montevideo. El palestino Mohammed Tahamatan -que, a diferencia del resto, conserva su barba tupida- es chofer y, por lo tanto, la central sindical le consiguió un empleo para manejar autoelevadores en una fábrica. “Por ahora, no pueden tener licencia de conducir automóviles”, aclara Gambera.
Pero el tema que enfrenta a los dirigentes de la central sindical que están ayudando a los refugiados en su adaptación es el fútbol. La mitad empuja para que se hagan de Peñarol; la otra, de Nacional. Hace un mes, un dirigente sindical del gremio Fuecys (Federación de Comercio y Servicios) consiguió entradas para el clásico de fútbol de esa noche. Había convencido a los sirios para llevarlos a la tribuna Amsterdam del estadio Centenario, donde iba la hinchada de Peñarol. De pronto, llegó Ourey con una pelota envuelta en una bolsa de nailon. Era amarilla y negra, los colores del club.
-¿Yo? Mitad Peñarol, mitad Nacional -dice Faraj, el Fachero, con diplomacia, y luego hace un gesto separando en mitades su pecho.
-¿Sunday, sunday?
Pregunta en alusión al partido clásico amistoso de verano entre ambos equipos, para rematar con un “Peñarol” para congraciarse con este cronista y con Gambera.
Mientras los ex presos estrenan su nueva vida en suelo uruguayo, entre mates, fútbol y running por la rambla, esperan la visita del presidente. José Mujica -para quienes lo acusaban de hacer marketing- dijo que todavía no era momento de ir a saludarlos: “Estoy esperando que pase el circo”.