La segunda temporada de la serie Vikingos se estrena el domingo 6 de abril por Nat Geo, a las 23:00 horas. ¿Por qué siguen apareciendo con cuernos en sus cascos, cuando hace décadas que sabemos que no los llevaron nunca? ¿Por qué la influencia de los mitos nórdicos es tan presente en sagas como El Señor de los Anillos o Juego de Tronos?
La historia del icono vikingo comienza con un cambio en el tiempo. Aristóteles había dejado escrito que el tiempo era circular. Esto se asumió como dogma hasta el siglo XVIII, en el que Kant convirtió el tiempo en lineal, que es la convicción en la que estamos ahora. Con el tiempo lineal nacieron las ideas del progreso y de la historia. Es decir, el tiempo ganó espacio tanto hacia adelante como hacia atrás.
Para los ingleses, que estaban construyendo un imperio gracias a su máquina de vapor y su era industrial, era un sonrojo no tener una historia monumental para lucir. Y por eso se puso de moda entre los arquitectos románticos edificar junto al palacio de nueva planta un grupo de ruinas falsas, que se construían ya rodeadas de césped y colonizadas por madreselvas trepadoras.
En ese contexto llegan los vikingos a la Inglaterra victoriana de la era del vapor. Y lo hacen a lomos de La saga de Frithiof (1825), una saga romántica escrita por Esaias Tegnér, que hoy pasa por ser el padre de la poesía moderna sueca, donde recuperaba otra saga noruega del siglo XIV.
En ese estallido romántico que expandió el tiempo, revalorizó la estirpe, y extendió los nacionalismos por toda Europa, Goethe promocionó el poema y Tegnér obtuvo fama internacional que le ganó incluso un puesto de obispo. Se tradujo a todos los idiomas, pero en alemán tuvo veinte traducciones, y aun más, veintidós, en Inglaterra.
La primera, la más importante, la que cautivó la imaginación británica en 1834, tenía ilustraciones donde los vikingos lucían cuernos en sus cascos. Unos cuernos que nunca habían llevado en el pasado, pero que hoy conservan en todas sus encarnaciones.
Los Vikingos calaron en la imaginación de los ingleses victorianos no solo por cercanía espacial sino también por su naturaleza marina. Hasta el siglo XIX el mar era un lugar para aventureros y de muerte segura, y solo con la era del vapor llegaron Julio Verne y los viajes que cruzaban el mundo en días y no en meses. La cultura del baño que tantos réditos le dio ayer a San Sebastian y hoy a la Costa Brava llegó con la domesticación del agua mediante la tecnología. Y es con el mar recién conquistado como tomaban mayor valor aquellos hombres que se arrojaban a las travesías tempestuosas.
Unos villanos de cuernos
Así se ha forjado la segunda gran confusión sobre los vikingos: su imagen de asesinos sanguinarios que cruzan los mares para dedicarse a la violación y al pillaje. Esa imagen pertenece únicamente al acervo británico.
En los países nórdicos, la imagen dominante de los vikingos se centra en la sociedad donde vivían y se ocupa menos de ese pirateo inmisericorde, que al fin y al cabo era practicado por unos pocos que en nuestros días podríamos calificar como emprendedores.
Este detalle sigue siendo un problema para industria turística, porque la gente acude a los terrenos vikingos esperando encontrar aventuras a sangre y cuchillo y lo que se encuentran son poblados pacíficos y ordenados. Mucha convivencia, pocas vísceras, ni un triste hachazo gratuito.
La hiperviolencia con cuernos que vehicula el mito de los vikingos es, por tanto, una creación popular, y su relación con la antropología es ligera y conflictiva. Cuanto más fiel es una obra sobre los vikingos, menos los reconocemos.
En los años cincuenta hubo una determinación firme de reconducir el mito vikingo hacia su realidad histórica, en uno de sus regresos regulares a las estanterías de éxito. La floración la causó la novela Orm el rojo del sueco Frans G. Bengtsson, que se virtió al inglés en 1954 bajo el título de The Long Ships y que cuajaría en un largometraje homónimo con Sidney Poitier que aquí se tituló Los Invasores (1964).
En plena cresta de la ola nórdica, Kirk Douglas protagonizó Los Vikingos (1958) que pasa por ser la película más taquillera de la especialidad. Allí encarnaba a Beowulf, el personaje fundacional de la épica anglosajona, protagonista de un largo poema sin título datado del siglo XI que se recupera regularmente en un continuo reciclaje del mito. El más reciente, el vertiginoso cómic que Santiago García y David Rubín publicaron en 2013.
El cuidado de Douglas y Fleischer en evitar los cascos con cuernos por faltos a la verdad, pareció haberse extendido cuando Mario Bava presentó sus dos explotaciones -es decir, sus remakes no oficiales- de Los Vikingos.
Pero entonces apareció el universo Marvel, que adoptó al dios Thor en su mitología propia de superhéroes. Jack Kirby estaba en la fase dulce de su carrera y supo hermanar la estética nórdica con la tecnológica sublimada de los tebeos.
Los cuernos pasaron a ser hipercuernos, los tapices del dios Odín tenían texturas que los vinculaban con las instalaciones del intergaláctico Galactus. Los vikingos obtuvieron así una nueva versión hipervitaminada y que los emparentaba con la tecnología moderna y futura. Proyectar a los Vikingos hacia el futuro incrementaba el proceso que los había encumbrado (la pasión identitaria del patriotismo romántico) y los traía al ahora mismo.
La BBC saca tajada
Ahora la BBC recupera a los vikingos para una serie homónima, moderna, hiperviolenta y con cascos encornados. Se puede entender como reclamo a quienes están adictos a Juego de Tronos, que bebe tanto como El Señor de los Anillos de esa influencia nórdica que el romanticismo ha proyectado en las ficciones sajonas que se extienden hacia el pasado.
Es un asunto en el que aún estamos plenamente sumergidos: las revistas femeninas siguen ganándose el pan aferradas al ideal de amor romántico que se inventó Stendhal. Y no falta quien en España denuncia los nacionalismos diciendo que “faltan a la verdad histórica”, pensando que esa frase basta para desmontarlos, cuando precisamente los Vikingos demuestran que la versión que cuaja en el imaginario puede ser precisamente aquella que más se aleja de la verdad.
Entre la triste agricultura que apenas les permitía levantar metro setenta y la explosión colorista e hiperbólica del mundo nórdico de Jack Kirby está la insalvable diferencia entre la cruda realidad y la inabarcable fantasía.
En España el mito de los Vikingos que hemos adoptado es el de los sajones, que lo han contagiado por pantalla y por tebeo, pero han tenido mucho mayor calado dos obras alemanas.
Una, El anillo de los Nibelungos. Las cuatro óperas que compuso Richard Wagner entre 1848 y 1874 sumido en aquella modernidad que era el romanticismo del XIX, siguen representándose regularmente.
La otra, el pequeño y astuto Vickie el Vikingo, un nórdico animado que convocaba la inspiración por vía nasal, un método que hoy se conserva en discotecas de toda la península. Llegarán más vikingos y aquí estaremos, dispuestos a devolverles los cuernos al casco en cuanto intenten perderlos.
Fuente: eldiario.es