Por Víctor Flores Olea
Algunas de las preguntas más repetidas hoy en México son las siguientes: ¿qué ofrecen los partidos políticos? ¿Por qué el PRI volvió a ganar las elecciones? ¿Cómo y en qué contribuyen los partidos a la democracia?
Obviamente se escuchan diversas respuestas. Sobre la primera pregunta casi siempre son terriblemente negativas. Los partidos cuestan demasiado dinero y contribuyen miserablemente al desarrollo de México y a la democracia. No es que ese papel negativo sea exclusivo de México, pero el país no se queda atrás en el repudio tan generalizado en el mundo a los partidos.
Para otros resultan casi exclusivamente una coartada de los centros de poder de hecho (sobre todo los grandes intereses económicos) para controlar por medio de los partidos las decisiones que más importan al país. Para otros resultan también una coartada para simular una inexistente democracia en México.
Es obvia la respuesta a la siguiente pregunta: los grandes intereses de facto han estado prácticamente siempre, en el ya largo tiempo posrevolucionario, detrás del PRI, y combinándose con sus jefes políticos llevando a cabo los grandes negocios, acumulando fortunas que han sido fuente de las nuevas y enormes diferencias sociales y de riqueza entre los distintos sectores. Con la cauda de problemas de toda índole que de ello se derivan.
En realidad, estos mismos opinadores dirían que, en definitiva, la explicación de la perpetuidad del PRI en el poder estaría principalmente vinculada a su amalgama de intereses con las distintas capas sociales y, sobre todo, con las capas de la población más enriquecidas. En 2000, cuando se dio la absurda esperanza foxiana, en realidad se debió al hartazgo de un poder priísta superprolongado (70 años en el poder), y a la miseria intelectual y a la mediocridad a toda prueba de los últimos gobiernos de ese partido, sobresaliendo el de Ernesto Zedillo. Por supuesto que tienen parte de verdad quienes así dicen, como la tienen aquellos otros (multitud) que sostienen que la longevidad del PRI en el poder, e incluso ahora su retorno a Los Pinos, se debe a su mucho mayor capacidad que los otros partidos para organizarse (también políticamente), lo que le permitiría a este partido poner en movimiento en la práctica amplios frentes políticos y de intereses muy difíciles de derrotar, y mucho menos con la casi exclusiva base en las urnas, tan fáciles de manipular por dichos intereses (sobre todo, según se ha visto, para impedir la llegada de cualquier fuerza de izquierda al poder).
Estas reflexiones tienen más que una pizca de verdad. Pero yo añadiría un par de elementos que completan el cuadro. El primero sería el sentido de permanencia, o si quieren ustedes el sentido de largo plazo, que de todos modos contienen las propuestas priístas. El segundo tendría que ver con la capacidad innegable de ese partido para ocupar los espacios de los otros partidos, o de hacer suyos planes y programas que de origen no han sido priístas durante muchos años. Me parece que tal cosa ocurrió recientemente con el Pacto por México, que contiene un conjunto de principios y propuestas de modificación política, aun de rango constitucional, que han venido sosteniendo desde hace años incluso las corrientes democráticas más definidas del país. No digo que las más radicales, pero sí aquellas que han constituido un cuerpo de ideas permanentes de las corrientes liberales y progresistas de México.
No digo que el Pacto por México de Peña Nieto esté directamente inspirado en las ideas dominantes de la izquierda mexicana, pero sí contiene elementos que han surgido también de ese sector del espectro político. Por eso no resultó tan forzada la idea de que lo suscribiera el PRD de los chuchos, ya que se ofrecía en eso un continuo programático que no resultaba deleznable. Aunque en otros aspectos las posturas resultaran absolutamente incompatibles, por ejemplo, el anuncio de Enrique Peña Nieto durante su campaña de que privatizaría Pemex, aunque ya en la versión final del pacto se matiza y se concibe de otra manera el papel de Pemex en el desarrollo nacional.
En la parte correspondiente, recordemos que el pacto sostiene que “se realizará una reforma energética que sea motor de inversión y desarrollo (…) y que convierta a ese sector en uno de los más poderosos motores del crecimiento económico a través de la atracción de inversión, el desarrollo tecnológico y la formación de cadenas de valor (…) Los hidrocarburos seguirán siendo propiedad de la nación. Se mantendrá en manos de la nación, a través del Estado, la propiedad y el control de los hidrocarburos y la propiedad de Pemex como empresa pública. En todos los casos, la nación recibirá la totalidad de la producción de hidrocarburos…” Y todavía: Se realizarán las reformas necesarias, tanto en el ámbito de la regulación de entidades paraestatales, como en el del sector energético y fiscal para transformar a Pemex en una empresa pública de carácter productivo, que se conserve como propiedad del Estado, pero que tenga la capacidad de competir en la industria hasta convertirse en una empresa de clase mundial. Para ello, será necesario dotarla de las reglas de gobierno corporativo y de transparencia que se exigirían a una empresa productiva de su importancia.
Naturalmente que en estos párrafos existe buen número de expresiones de la mayor ambigüedad, por eso es que todavía debe batallarse sobre este punto y muchos otros del famoso pacto, para que su aplicación práctica se haga en el sentido más progresista y liberal que sea posible. Y, en general, para lograr la aplicación de los acuerdos de partido que se han multiplicado, como decíamos, en su versión más progresista y liberal que sea posible (también los acuerdos por México que precedieron al referido pacto).
Buena estrategia del novel jefe del Ejecutivo al plantear programas comunes y lograr su firma por las principales corrientes políticas. Ahora queda a la ciudadanía en su conjunto batallar para que se cumplan de la manera avanzada que dio origen a los principales de esos objetivos.
Fuente: La Jornada