Por Susana Merino
El papel nació en China uno o dos siglos A.C. y desde entonces su producción ha sido tal vez el elemento que más ha contribuido al desarrollo y a la transmisión de la cultura universal. Actualmente y a pesar de la presencia de Internet, de las redes sociales y del correo electrónico nadie imagina su desaparición total. Estamos tan habituados a él en nuestra vida cotidiana, no solo a través de la prensa, las revistas, los libros, los folletos de propaganda, los expedientes administrativos, judiciales, comerciales, sino también en los envoltorios, las cajas de cartón, los empapelados como parte “inescindible” de nuestra existencia, que su presencia nos parece normal y nos pasa absolutamente desapercibida, Eso significa que miles de árboles se talan sin solución de continuidad en casi todo el mundo para alimentar su mercado de consumo. Y en la medida en que crece la población mundial también crece el hambre de celulosa, aunque no siempre para transmitir conocimientos e incentivar un sano desarrollo, sino en gran gran medida para incrementar el lucro, el desorbitado empeño en vender, cambiar, desechar artículos que la tecnología o la moda van imponiendo para satisfacción y disfrute de algunas minorías.
Un breve recorrido por los pasos que preceden a la llegada del papel a nuestras manos puede darnos una idea de su incidencia muchas veces destructiva en nuestro entorno. Los principales proveedores de la celulosa, que constituye su materia prima, son los árboles y entre estos algunas especies como las coníferas y los eucaliptos de crecimiento rápido, de fibras largas y de gran avidez hídrica. Si se observan sus fibras al microscopio son similares a un cabello humano, con longitudes y espesores que varían según la especie. Las de pino tienen entre 20 y 25 mm. de longitud, mientras que las de eucaliptos no superan los 0,6 o 0,8mm., y aunque sus contenidos de celulosa son diferentes, el consumo estimado de alrededor de 4.000 millones de árboles al año exige su plantación en grandes extensiones de tierra.
La producción de papel provoca asimismo importantes impactos en el medio ambiente: en primer lugar por la transformación de los bosques nativos en monocultivos forestales en los que desaparece el sotobosque y con él toda la fauna y la flora autóctonas y en consecuencia toda posibilidad de que algunas de esas especies pudieran ser útiles al ser humano en el futuro, y en segundo lugar en la etapa de producción de celulosa y papel debido a los subproductos generados especialmente por el blanqueo, realizado mediante el uso de químicos de alto impacto ambiental como el hipoclorito de sodio. Se necesitan 100.000 litros de agua por cada mil kilos de papel producido, agua que en gran parte una vez contaminada se vierte en los ríos, motivo por el que la mayor parte de las fábricas de papel, consideradas como una de las industrias más contaminantes del mundo, se establecen a sus orillas.
La cantidad de árboles utilizada depende del tipo de papel a fabricar pero un cálculo superficial permite estimar que se requieren aproximadamente 24 árboles por tonelada de papel. Considerando que el consumo mundial actual es de unos 640 millones de metros cúbicos, su materia prima procede de un bosque de alrededor de dos millones de hectáreas, plantadas a expensas de otras miles de hectáreas de bosques nativos y de tierras cultivables en todo el planeta. Este consumo se ha considerado un indicador de desarrollo económico y las cifras así lo indican si seguimos considerando el desarrollo como sinónimo de consumo: en la Argentina se estima que llega a los 42 kilos por persona y año, en los EE.UU. a 300 kilos por persona por año y en China e India a 3 kilos por persona por año
Habida cuenta de que según los guarismos sobre el hambre en el mundo publicados por la FAO una de cada ocho personas padece hambre crónica o está desnutrida, se supone que las tierras cultivables no están produciendo la suficiente cantidad de alimentos para llegar a todos lo seres humanos, lo que sin duda constituye una razón más para considerar absurdo destinarlas a otros fines menos prioritarios.
Si agregamos a este déficit los mencionados problemas de contaminación hídrica producidos por los residuos tóxicos que genera su fabricación, no podemos dejar de detenernos a pensar sobre la necesidad de encarar algunas medidas que tiendan a minimizar esos impactos y a reducir su consumo. En alguna oportunidad tuve la curiosidad de realizar un breve recuento de las páginas que, en una revista de unas 200, se hallaban destinadas a publicitar en páginas de formato completo un solo producto. Y el resultado fue que el 40% de las páginas de dicha revista contenían cada una de ellas una foto y alguna referencia publicitaria del producto anunciado ocupando la totalidad de la página. Esta comprobación luego permanentemente corroborada por las ediciones de todos los diarios, especialmente los dominicales, me llevó a pensar si es realmente necesario recurrir a la fotografía gigante de un modelo como aval de que el producto que se pretende vender tiene las cualidades que se pregonan. De este modo, como diría Galeano “el lenguaje –y yo agregaría la imagen y cuanto más gigantesca mejor- fabrica la realidad ilusoria que la publicidad necesita para vender”.
Es esta ciertamente una forma de publicidad generalizada pero ya es hora de que los consumidores tomemos conciencia de que ese singular derroche no ayuda en la búsqueda de una mejor calidad de vida, sino que al contrario contribuye a reducir las posibilidades de un desarrollo equilibrado en que los recursos naturales y el medio, adecuadamente administrados, garanticen la continuidad y el mejoramiento de la vida en el planeta.
Cada una de esas gigantescas imágenes multiplicadas por millones de ejemplares en el mundo son prueba evidente de la falta de conciencia de quienes solo persiguen el lucro inmediato y también el reflejo fiel de la ignorancia con la que millones de consumidores aceptamos el despilfarro de la materia orgánica que por otra parte, transformada en más papel y en menos alimentos, se le sigue retaceando a una gran parte de la humanidad.
Una posibilidad de comenzar a contrarrestar ese dispendio sería instalar cadenas de mails, de tweets o de alguna otra forma de manifestación a través de las redes sociales dirigidas tanto a los industriales como a los anunciantes, a los publicitarios y a la prensa en general señalándoles que los consumidores hemos tomado conciencia de que ese tipo de publicidad conspira contra los genuinos intereses no solo de nuestra generación sino también de las futuras y que es necesario moderar el uso de un recurso tan valioso como el de la materia orgánica forestal ya que su derroche resulta contradictorio con las promesas de bienestar o de placer que pretenden anunciar a través de los productos que son motivo de esas pantagruélicas propagandas.
Como dice el licenciado Antonio Brailovski “los hombre y mujeres pueden y deben proteger el conjunto de la vida que existe en este planeta” pero para que ello sea posible “deben adquirir las actitudes y los conocimientos necesarios para hacerlo” y a mi criterio una de las mejores maneras de lograrlo es observar lo que sucede a nuestro alrededor en nuestra vida diaria y en la manera en que nuestro comportamiento o las modas, usos y costumbres que se nos imponen a través de la publicidad y las extralimitaciones de la propaganda afectan y comprometen nuestro futuro. “Úselo y tírelo” como irónicamente titula Eduardo Galeano uno de sus libros es la mejor manera de condenar la supervivencia de nuestra especie, dilapidar cotidianamente grandes cantidades de papel es solo uno de los ejemplos más evidentes.
Fuente: Rebelión.org