Por Pedro Miguel
Este lunes, en entrevista con La Jornada, Alejandro Poiré justificaba la desorbitada violencia gubernamental de este sexenio con una parábola cuestionable: la situación que heredó su jefe, dijo, era como si hubiéramos entrado a una casa y nos hubiéramos dado cuenta de que teníamos los cimientos verdaderamente infestados de ratas.
Cuando un funcionario de este país emplea el término ratas para referirse a otros seres humanos, lo más probable es que la expresión resulte contraproducente y desafortunada. Ello es así por varias razones: la primera, la estética, es que la muestra de visceralidad y desprecio hacia un sector de la población –cualquiera que éste sea– suena destemplada en labios de un servidor público. La segunda es que si algunas personas son equiparables a ratas, de ello se desprende una negación contundente de sus derechos humanos, por más que el fanatismo animalista, tan de moda hoy en día, se empeñe en generalizar tales derechos al conjunto de los organismos vivientes del planeta y en negar las diferencias esenciales entre un niño y un hámster.
La tercera es más baladí: con el telón de fondo de la cleptocracia gobernante, el discurso popular asocia casi en automático la palabra rata con funcionario público, no sólo por los casos de enriquecimiento personal inexplicable, de los que sólo una pequeñísima fracción llegan a ser investigados, sino también porque los aparatos gobernantes –el federal en primer lugar, pero también los estatales y los municipales– son y han sido desde hace décadas el instrumento principal para el robo sistemático de propiedad pública en beneficio de intereses corporativos privados.
En 1999 Arturo Montiel lanzó en su campaña para la gubernatura del estado de México la consigna los derechos humanos son para los humanos y no para las ratas, en un aprovechamiento inescrupuloso del terror social a la delincuencia, ya en auge en la entidad por aquel entonces. La propuesta implícita de aquella frase era que para acabar con la delincuencia había que suprimir los derechos humanos de los delincuentes. A la postre, sin embargo, el propio Montiel terminó convertido en el ejemplar más emblemático de los roedores del erario, toda vez que a su paso por la gubernatura acumuló una fortuna inocultable. Su secretario de administración, sucesor y sobrino, Enrique Peña Nieto, lo protegió de los cargos legales, pero no pudo evitar que la fama pública de su tío haya quedado como antonimia de probidad.
Volviendo a Poiré, su parábola de las ratas constituye una perfecta radiografía de la miseria ética y mental del calderonato. Por principio de cuentas, Calderón y su grupito –incluido el propio Poiré– no llegaron a una casa en calidad de extraños (adonde tuvieron que irrumpir como intrusos y por la puerta de atrás fue, en todo caso, al Palacio Legislativo de San Lázaro), sino que se criaron y surgieron en ella, y en ella fueron alimentados y aupados por Fox, Salinas, Televisa, la embajada de Estados Unidos, la Coparmex, el cacicazgo gordillista y sabrá Dios qué otros poderes fácticos incluso menos presentables; en consecuencia, la metáfora misma introduce la duda de si los calderonistas son exterminadores de plagas o parte de la infestación.
Por añadidura, como todo mundo sabe, las construcciones más proclives a la proliferación de ratas son aquellas en las que se abandonan las normas mínimas de higiene y se acumulan desperdicios. Si se lleva la parábola a sus últimas consecuencias, el exterminio físico de los roedores sólo produce cadáveres –es decir, más basura–, pero, en tanto no se limpie el basural, la plaga será invencible.
Un tercer aspecto problemático de la metáfora es que su autor detenta el cargo de secretario de Gobernación y no es correcto que, en una expresión de montielismo puro, se refiera a un sector de la población como ratas a las que se debe liquidar: los derechos humanos son para los humanos y no para las ratas.
Finalmente, se entiende que cuando dice ratas, Poiré se refiere a los delincuentes. Pero el funcionario no debiera olvidar que en la categoría de infractores de la ley no sólo entran carteristas del metro, asaltantes, secuestradores, violadores y narcotraficantes de todo rango y fortuna, sino también algunos banqueros, gobernadores, presidentes municipales, grandes evasores fiscales, empresarios corruptores, líderes sindicales charros, jefes de policía, arquitectos y operadores de fraudes electorales, legisladores, jueces y acaso hasta uno que otro secretario de Estado, es decir, una parte sustancial del prianismo gobernante del que él mismo forma parte.
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