Por Carlos Fazio
A cinco semanas de la entronización cívico-militar de Enrique Peña como administrador de los intereses de los poderes fácticos y el capital transnacional, el arranque de la nueva era del Partido Revolucionario Institucional (PRI) arroja pocos datos duros. A escala práctica, lo más visible en la transición ha sido el protagonismo del embajador de Estados Unidos, Anthony Wayne, con eje en la agenda de seguridad y la contrarreforma energética. También algunos ajustes retóricos en el discurso oficial de turno, dirigidos a promover la amnesia histórica y la destrucción de la memoria, y la reaparición de los halcones como grupo de choque del Estado, combinada con el uso de las balas de goma por los fusileros de Manuel Mondragón y Ángel Osorio Chong, con la complicidad de Marcelo Ebrard.
En el plano simbólico, destaca el hecho de que en el momento de su entronización en el Congreso, fue el general comandante de estado mayor quien le acomodó la banda presidencial a Peña y no un representante de la soberanía popular. Aunque en rigor, como ocurrió hace seis años en Los Pinos, la ceremonia de transmisión del mando se dio al filo de la medianoche en Palacio Nacional, cuando en un singular evento protocolario Felipe Calderón entregó la bandera a su sucesor, y Peña procedió a tomar protesta a los nuevos responsables de las fuerzas armadas y del gabinete de seguridad nacional, en una ceremonia más militar que civil, homosintonizada a través de la cadena monopólica mediática privado-estatal.
Envueltos en la vieja iconografía priísta, ambos actos y escenarios fueron decorados, iluminados, concebidos y configurados como acontecimientos litúrgico-mediáticos para las cámaras de la televisión. Salvo algunas pequeñas escaramuzas de legisladores de oposición, en el recinto de San Lázaro la operación guarura funcionó. A su vez, el blindaje mediático de Estado copó las estaciones de radio y televisión. Con intermitencia, debajo de las pantallas aparecieron dos cintillos: el arranque y nueva era. Lo cual remite al conocido análisis de Walter Benjamin en el epílogo de su pequeño ensayo La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica, sobre la estetización de la política y lo que eso significa: el arranque de una nueva era de violencia extrema.
Escribió Benjamin: Todos los esfuerzos por un esteticismo político culminan en un solo punto. Dicho punto es la guerra. Profético, Benjamin escribió ese texto en 1935, en pleno ascenso del nazismo. El acontecimiento mediático de la entronización de Peña, culminada a coro con el mexicanos al grito de guerra, fue un verdadero ejemplo de una estetización superlativa de la política y anuncio de otro sexenio de liturgia kitsch exacerbada. Es decir, como en el calderonismo, de violencia, miedo y terror, siempre culminando en una invocación a guerra y más guerra.
Los ajustes para la nueva guerra de Peña contra el pueblo están en curso. Subordinado a la agenda de seguridad de Washington –como garantía para la imposición de la contrarreforma energética: la privatización de Pemex, con el petróleo y el gas shale como las frutas maduras a enajenar por Luis Videgaray y Pedro Joaquín Coldwell–, Peña ha sido empujado a adoptar algunos cambios de forma para que todo siga igual. Bajo el monitoreo in situ del embajador Wayne y de Janet Napolitano, secretaria de Seguridad Interior de Estados Unidos, el equipo de seguridad del nuevo régimen ha ido tomando contacto directo con sus contrapartes en Washington y con los elementos de las agencias de inteligencia, policial y militar estadunidenses que operan en el territorio mexicano.
Los encuentros de Wayne y Napolitano con los secretarios Miguel Ángel Osorio Chong, Emilio Chuayffet y Luis Videgaray, de Gobernación, Educación y Hacienda respectivamente, y con el procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, y el encargado de despacho de la Secretaría de Seguridad Pública federal, Manuel Mondragón, en el marco de la Declaración sobre la administración de la frontera en el siglo XXI (mecanismo ejecutivo bilateral suscrito por los presidentes Calderón y Barack Obama en mayo de 2010), junto con las filtraciones sobre la designación del ex procurador Eduardo Medina Mora como próximo embajador en Washington, formaron parte de los amarres para la continuidad de la agenda de seguridad en su nueva fase.
Precedidas del breve encuentro Peña/Obama en Washington el 27 de noviembre –cuando el jefe de la Casa Blanca propuso el tuteo como forma de relación a su homólogo mexicano: El primer punto de la agenda es que tú me llames Barack y yo te llamaré Enrique–, las asimétricas conversaciones de poder de Napolitano y Wayne con los funcionarios mexicanos deben de haber versado sobre el nuevo giro de la Iniciativa Mérida, el aterrizaje de la Gendarmería Nacional, el uso y aplicación de la Plataforma México, la formación de una supersecretaría de Gobernación (que coordinará todos los centros de inteligencia civil), y la necesidad de introducir cambios retóricos en el discurso del nuevo régimen en relación con el eje seguridad-educación-derechos humanos, elementos que han aparecido ya en el discurso de Peña.
El enfoque policiaco en el gasto de la Secretaría de Gobernación, que en 2013 destinará 76 por ciento de sus recursos a tareas de seguridad nacional y pública, y donde destaca una partida de mil 500 millones de pesos para la creación de una Gendarmería Nacional, es tal vez lo más significativo del arranque de la nueva era del PRI. Aunque en principio, la construcción de una policía de élite, con disciplina militar, capacitación de alto nivel y elevados sistemas de control y confiabilidad, y formada por 10 mil elementos del Ejército y la Marina, es un remedo de la Policía Federal del calderonismo, cuerpo al que sustituye la nueva Gendarmería y que quedará relegado ahora, previa su reorganización, a misiones especiales.
Fuente: La Jornada