Por Luis Javier Valero
La visita presidencial realizada ayer a Juárez adquirió características del pasado remoto, de cuando el mandatario era aquel funcionario prácticamente omnímodo ante el cual todos los mortales (por lo menos los que habitaban en México) se rendían a sus pies –especialmente los funcionarios públicos– y el cual era recibido con ansia por todos los integrantes de las “fuerzas vivas”, a fin de que destilara cuantiosas sumas para la gran cantidad de obras requeridas en el lugar visitado.
Por supuesto que recibir a tan ilustre ciudadano implicaba asumir que la vida de la ciudad debería paralizarse –por lo menos eso es lo esperado, y programado– por la clase política anfitriona del huésped más poderoso de México (claro que por encima de los hombres de la empresa y la industria), de tal modo que las molestias generadas por el traslado y estancia del visitante deberían aceptarse mansamente por los habitantes de la urbe o poblado agraciados.
Pero la realidad (ésa que Mario Tarango escribió en su libro no “pide permiso”) se impone. El grupo gobernante en Chihuahua ha presumido largamente su cercanía con el presidente Peña Nieto.
Los hechos son contundentes, el estado de Guerrero ha sido receptor en más de 20 ocasiones del presidente; no sólo con motivo de los acontecimientos de Iguala, sino previamente. Podrán alegar más de uno que los acontecimientos ocurridos en la tierra de “los caminos del sur” reclamaban –reclaman– la mayor de las atenciones del ocupante de la silla presidencial.
No les falta razón, pero acá entre nosotros, especialmente los habitantes del antiguo Paso del Norte, se presentó la peor de las tragedias: Durante larguísimos meses esta urbe fue la más violenta del mundo.
¿Alguien podrá esgrimir peor catástrofe que esa?
Juárez le exigió al presidente Felipe Calderón que su Gobierno la considerara como una auténtica zona de desastre, porque lo era (y nadie, válidamente, puede argüir que la recuperación de la más grande de las urbes chihuahuenses se encuentra al nivel de mediados del año 2007, es decir, hasta antes de la oleada más criminal de su historia) y que las obras, programas y acciones del gobierno federal acudieran a rescatar a la “frontera más bonita de México”.
Ni los dramáticos reclamos de los padres de las víctimas de la masacre de Villas de Salvárcar lograron tal propósito.
El candidato Peña Nieto llegó a Juárez con esa promesa. Su cumplimiento queda no sólo en veremos luego de realizar, apenas, su primera visita a esta ciudad y en la que vino a inaugurar obras que, llamémoslas así, son de las que se realizan en cualquiera de las urbes medianas y mayores en el país.
Son de “cajón”, diría la voz popular.
Inaugurar un centro de esparcimiento para los policías y sus familiares, así como la del hospital de la mujer y dos distribuidores viales son obras, para una visita presidencial y para una ciudad como Juárez, que no merecen más que medianos aplausos, y eso, aceptando la existencia del presidencialismo ramplón del México de nuestros días.
Un cuerpo policíaco acorde con las necesidades de la urbe por la que transita el mayor volumen de drogas en el mundo, requiere una inversión infinitamente mayor que la puesta en marcha del mencionado centro; del mismo modo que el funcionamiento del hospital de la mujer, precisamente en la ciudad que concitó la mayor de las atenciones en las décadas pasadas por los feminicidios ocurridos.
Asimismo, inaugurar apenas dos distribuidores viales en una ciudad atenazada por la inmensa cantidad de obras viales en construcción (que no resolverán el no menos gigantesco problema de la falta de pavimentación en prácticamente la mitad de la ciudad) y, encima de ello, a costa de los ciudadanos y no del presupuesto federal o estatal, puede sonar a un poco menos que una grosería hacia una sociedad que recién emerge de una inmensa tragedia, de tales dimensiones que nos llevó a presenciar un fenómeno increíble hasta unos años atrás, que la corriente migratoria de los asalariados fuera en sentido contrario, de Juárez a Veracruz, y que la empresarial siguiera las huellas de la migración de siempre, de Juárez a El Paso.
Hoy los índices criminales están a la baja, pero el daño social está hecho, el económico igualmente. Establecer las bases para que esa realidad cambie debiera ser el eje de la actividad gubernamental de quienes hoy están en Palacio Nacional. La desgracia es que parece que no poseen la talla de los estadistas que se necesitan para realizar tan hazaña.
No, no podía Peña Nieto venir a Juárez a realizar una visita burocrática –como una más en su muy ocupada agenda– y esperar que los “representantes” de la sociedad le hicieran la larga lista de peticiones (como una carta a Santa Claus, dijo el gobernador Duarte, en lo que fue la mejor de las analogías para esta visita, pues la mayoría de los niños hacen esa carta y sólo a una ínfima minoría se les conceden sus deseos) y decir, al final, que se analizarían por las instancias de gobierno.
No, a Juárez debió llegar con el cúmulo de obras, programas y acciones de su gobierno para regresarle a esta ciudad parte de la riqueza que en el pasado poseía, por lo menos la de cuando se convirtió en la capital mundial de la industria maquiladora.
Bueno, por lo menos ésa.
¿Cómo estaremos que ya nos conformamos hasta con tal forma de explotación del capital humano?