Por Robert Fisk*
Ahora que el gobierno sirio alardea de su control total de Damasco –hasta el momento va ganando la batalla final que anunciaban los rebeldes–, al menos se podría evitar a esa capital la destrucción cultural que tiene lugar en gran parte del resto del país. Krak des Chevaliers, el glorioso castillo de las Cruzadas, ha sido atacado con proyectiles luego que los rebeldes se refugiaron en él; tropas sirias han ocupado el castillo de Palmira y bombardeado la ciudadela de Al-Mudiq, y saqueadores han arrancado con buldózer los bellos mosaicos romanos de Apamea. Pero los tesoros de Damasco continúan intactos.
Es de suponer que los salafistas, entre los opositores armados al régimen de Assad, no tendrán escrúpulos para destruir la tumba de Saladino y el manto de seda verde con que fue cubierta por el káiser Guillermo, ni el que según la leyenda es el cuerpo decapitado de Juan el Bautista junto a la mezquita de los Omeyas, construida en el aire en la Ciudad Vieja de Damasco. Pero el problema de todas las autocracias de Medio Oriente –y no olvidemos a los nada democráticos señores del Golfo– es que deben inscribir su presencia en la historia de su país.
Ninguna institución hace esto con más asiduidad que la Biblioteca Assad, vasta fortaleza de piedra ocre frente a la cual hay una escultura sedente en hierro del presidente Hafez Assad –padre del presidente Bashar– en un vasto sillón de hierro y con un libro muy grande también de hierro abierto en la mano derecha. La Biblioteca Assad no está precisamente en la ruta turística, pero yo he estado dentro de sus 22 mil metros cuadrados de galerías de concreto y he rondado por sus 19 mil 300 manuscritos originales que se remontan al siglo XI; sus 300 mil volúmenes, su centro de cómputo y las salas donde se restauran manuscritos antiguos con la más moderna tecnología. Hasta libros prohibidos por el régimen están abiertos para estudiantes sirios. Entre ellos están, sobra decirlo, las obras de Michel Aflaq, el cofundador secular-socialista del partido Baaz que murió en el exilio en Irak, pero cuya memoria evocará poco amor entre los opositores armados al régimen actual.
La Biblioteca Assad tiene un director de actividades culturales –un leve tufo a Europa oriental impregna este título–, y cuando él me acompañó a recorrer las galerías, hace años, se podía entender cómo el régimen intentaba vincular al partido Baaz con los antiguos califatos: una colección completa de los discursos de Hafez Assad desde 1970, junto con un juego computarizado de cada filme sirio y palestino desde 1948 y una masa de literatura árabe de los siglos XII y XIII. En el departamento de manuscritos, a 15 centímetros de mi rostro, había una obra filosófica de Bin al-Marzubán al-Azerbaiyani, escrita en el oeste de Irán en 1066. Mientras en Gran Bretaña Haroldo se preparaba al martirio a manos de Guillermo de Normandía, Azerbaiyani terminaba su texto, el cual, nueve siglos después, sería colocado en una base de datos en la Biblioteca Assad.
Llené mi cuaderno con estos retazos de historia en éste, el más baazista de los monumentos. Una traducción del Corán al francés, de 1649; una Biblia de 1671 en latín y árabe, un diccionario árabe de 500 años de antigüedad, los discursos reunidos del califa Alí, fechados en 1308, y un estudio de 1466 de cómo un guerrero árabe debe jinetear su caballo al tiempo que lucha con lanza y espada. Como escribí más tarde, la Biblioteca Assad tiene la clara intención de dar una continuidad que conecte al califato con el Baaz, a las antiguas filosofías islámicas con Hafez Assad y su familia, con el mismo cuidado con que las mujeres del archivo pegan las páginas arrancadas de los libros del siglo XV.
Y podemos, supongo, reflexionar en cómo la batalla por la historia de Siria–cito a Bashar, claro– se ha librado muchas veces antes, cómo la crueldad de masas existía en una sociedad culta y refinada, cómo la exégesis árabe de caballeros armados fue estudiada por nuestros propios reyes y caballeros. Ricardo I, claro, conocía bien estas tierras, mientras Eduardo II –asesinado cobardemente a la edad de 43 años– habría encontrado cierta espantosa relevancia en las atrocidades de la tragedia siria; Ricardo III y Enrique VIII no creían más en la democracia y los derechos humanos que el rey Abdalá de Arabia Saudita.
Pero eso fue entonces, como dicen, y esto es ahora, y cuando los inocentes mueren en lo que el mundo –excepto el gobierno sirio– llama una guerra civil, la historia toma un papel secundario, salvo por su utilidad en manos de propagandistas y merolicos. Y regresamos a la vieja y lacerante pregunta: ¿cómo nos atrevemos a temer por los tesoros de la historia cuando los jóvenes de Siria se desangran y mueren, cuando cuerpos amortajados de niños son sepultados en Alepo? ¿Qué valen los baluartes de Krak des Chevaliers contra el tormento de Idlib y Homs y –por unos días– Damasco?
Pero la herencia siria –que es nuestra también– sí importa. Será el patrimonio de los futuros pobladores de Siria, sea quien fuere el vencedor de esta deplorable, sucia y cínica batalla de hoy. Su mensaje de renovación cultural y de persistencia teológica y persuasión filosófica es tan relevante ahora como hace 900 años. Quien gane –y las guerras civiles rara vez tienen triunfadores claros– debe estudiar esos manuscritos para aprender sobre la locura humana. Incluyendo la propia.
* Roberto Fisk es corresponsal en Medio Oriente del periódico The Independent que publicó originalmente este artículo y fue reproducido por La Jornada, con la traducción de Jorge Anaya.
Aquí puede leerse la versión original en inglés: