Por Bernardo Bátiz V.
El dueño de la cadena de televisión más poderosa del país, del equipo campeón, de un inmenso estadio, entre otras posesiones, al final de reciente encuentro de futbol, que se desarrolló y concluyó como si alguien hubiera escrito con precisión el libreto, dio muestras extremas de entusiasmo más allá de lo esperado por los que presenciaron el hecho.
Su actitud y las fotos que de él circularon por los medios electrónicos, son lo de menos, no fue el espectáculo del dueño de los espectáculos, que dejó asombrados a muchos, lo que ahora me interesa, sino más bien el lema de la casa sacado no en la heráldica familiar, ni de algún escudo antiguo, sino puesto en una camiseta en la que sin más, se leía como un desafío: Para que me odien más.
El odio, quién lo podría dudar, es un sentimiento negativo por el cual se manifiesta desprecio, intención de dañar al odiado o al menos de verlo fuera de la escena social en la que quien odia y quien es odiado se encuentran. En épocas recientes, se han visto en México diversas manifestaciones de desprecio a los demás, que es el principio del odio; los otros, a los que se menosprecia, son “la prole”, los nacos, los de abajo, los perdedores según la cultura que con tanta insistencia se nos prende imponer.
El sociólogo Joseph H. Fichter S. J., ligado a la Universidad de Loyola, ha sostenido que los procesos sociales que son formas tipificables de interacción humana, se dividen en procesos conjuntivos y procesos disyuntivos; por los primeros las personas se atraen entre sí y quedan más integradas. Por los procesos disyuntivos, las personas se distancian entre sí y son expresión de los vicios sociales de injusticia y de odio, dice.
Según Fichter, los procesos conjuntivos, ordenados de los más débiles a los más positivos, son la asimilación, la acomodación y la cooperación, mientras los disyuntivos son también en sentido ascendente hacia lo negativo, la competición, la oposición y el conflicto. La opinión de Fichter es que las sociedades que permiten un desarrollo equilibrado y justo para el mayor número de sus integrantes son aquellas en las que los procesos conjuntivos tienen mayor presencia e importancia que los disyuntivos.
Lamentablemente, en la cultura de la globalización y del neoliberalismo que se preconiza y exalta de unos años a la fecha, se pretende imponer la competición como el valor supremo de la vida social; constantemente oímos de dirigentes sociales y de políticos, muchas veces poco reflexivos o mal informados, que debemos lograr que nuestro país y que nosotros mismos, seamos cada vez más competitivos.
La filosofía corriente en el ambiente social estadunidense, que invade el mundo, pretende dividirnos a los seres humanos en triunfadores y perdedores; a fin de cuentas a eso lleva la competencia, unos ganan y otros pierden. En el deporte, que no es más que una forma de recreación o distracción, ganar o perder se vuelve fundamental y se olvida el antiguo lema, muy humano, según el cual “lo importante no es ganar sino competir“ y mejor, competir con nobleza.
Si verdaderamente aceptamos como los valores sociales de más alto rango la justicia, la democracia, la igualdad, la fraternidad y la libertad, debemos poner la competencia en el lugar que debe tener en la vida social y que está muy por debajo de los procesos que nos llevan a la solidaridad y que se fundan en la cooperación y en la virtud cristiana del amor.
Extremar la competencia, especialmente en materia económica, al grado de que produzca odio entre los integrantes de la sociedad, es socialmente reprobable y fuente de profundas diferencias, que son el caldo de cultivo de conflictos que pueden deslizarnos a la violencia y a la rebeldía contra reglas que sólo benefician a unos, los fuertes y poderosos, y que son barreras y obstáculos para los demás.
Es cierto que en ocasiones competir bajo reglas y respetando a los otros competidores, puede ser una manera de formar a las nuevas generaciones, siempre y cuando no se descuiden los valores de procesos que construyan y acerquen, que enseñen la importancia de la solidaridad y del apoyo mutuo frente a egoísmos que a fin de cuentas dañan, aunque en distinta manera a vencedores y derrotados.
La competencia exacerbada hace inhumanos a los que ocupan la punta de la pirámide social y produce amplios sectores marginados abajo, que no tienen acceso pleno a los beneficios de vivir en colectividad y, por tanto, están propensos al rencor y al desquite. Un modelo ideal de sociedad, que regule la competencia y la modere con procesos sólidos de carácter conjuntivo, sería lo ideal para una nación que proporcione a sus integrantes medios para su felicidad; actitudes que exaltan el odio como un objetivo de cualquier acción o posición ideológica, conscientes o no, producirán efectos negativos para todos y en nada contribuyen a verdaderos avances en el desarrollo y la justicia.
Fuente: La Jornada