Por Denise Dresser
País de privilegios. País de élites más presuntuosas que antes. País donde los del piso de abajo nunca visitan a los de arriba y éstos ni siquiera saben que existe la planta baja. Ese lugar en el cual las élites económicas tienen más poder que nunca, y no le rinden cuentas a nadie. Ese penthouse escudriñado por Ricardo Raphael en su nuevo libro Mirreynato que tan bien descubre los modos que ordenan y reproducen el poder que nos gobierna. Y que explica la desigualdad que venimos arrastrando y tanto nos aqueja. La brecha entre la niña mazahua y el niño de Antara. La discriminación abierta a quienes, desde la punta de la pirámide, describen a los que habitan su base como “prole”. La profunda mediocridad de las élites que en lugar de liderar a México contribuyen a su polarización.
Élites que no demuestran ni el más mínimo recato, ni la más mínima empatía. Ostentosas. Frívolas. Presumiendo sus casas blancas y sus viajes y sus atuendos en las páginas de la revista ¡Hola!. Una tribu urbana que desde mediados de la década pasada comenzó a ser un síntoma vergonzoso de la ostentación mexicana dentro y fuera del territorio nacional. Y como parte integral de ella la familia Peña Nieto-Rivera. Y David Korenfeld. Y los estudiantes del Instituto Cumbres que elaboraron un video en el cual se revelan de cuerpo entero. Mirreyes que se sacaron la lotería y han logrado un liderazgo social sin justificación. Mirreyes que no tuvieron que hacer mayor esfuerzo para llegar al lugar en el que están. Viajando en helicópteros oficiales o en helicópteros privados pertenecientes a amigos de un gobierno con el cual tienen tratos y contratos.
He allí los elementos que definen simbólicamente al mirrey. Champaña y duck face; camisa desfajada y desabotonada hasta la boca del estómago; dinero en todas sus representaciones; pañuelo que asoma de la bolsa superior izquierda del saco que porta el chico de quince años; el cinturón que no puede pasar inadvertido por su enorme hebilla con las letras CH, de Carolina Herrera; la mascada de 150 dólares alrededor del cuello; el mirrey que da la espalda a la Torre Eiffel; el mirrey en Beverly Hills, en Nueva York, en Las Vegas. El mirrey alcoholizado y con una copa alzada. La mujer como decoración. El Maserati rojo con el cual llega al antro. Parte de una tribu elegida que se coloca por encima de las demás.
Pero no como un síntoma aislado sino como la principal manifestación de una enfermedad social que recorre México. Los mirreyes dan nombre a una época, a un régimen moral con grandes repercusiones. Un régimen moral orgulloso de la sistemática e injusta asimetría. Un régimen que lleva a una pregunta central: ¿por qué el tránsito a la democracia electoral vino acompañado de una concentración sorprendente de la riqueza en unas cuantas manos? Y condujo a la ostentación, a la explotación de la servidumbre, al imperativo de la moda, a los automóviles, yates y aviones, a las casas en México y en el extranjero, a la necesidad del escaparate y el espectáculo.
Todo ello explicado por la corrupción que coexiste con la más absoluta impunidad. Como en el caso del “Niño Verde” y la joven búlgara que “saltó” del balcón de un departamento de su propiedad. Como en el caso de Gerardo Saade Murillo, golpeador de mujeres. Como los amigos y colaboradores del ex gobernador Eduardo Bours, involucrados en el incendio de la guardería ABC. No investigados o exonerados o protegidos. Y por ello no sorprende que en una encuesta elaborada por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, 8 de cada 10 mexicanos declaran sentirse desprotegidos frente al abuso de la autoridad. 2 de cada 5 dicen que no es conveniente reclamarle al gobierno porque pueden sufrir consecuencias indeseadas. El Mirreynato existe y persiste porque cuestionarlo puede resultar peligroso. Basta con ver la embestida del Establishment a Carmen Aristegui -por revelar el tema de la Casa Blanca- para constatarlo.
Y lo triste es que en uno u otro momento todos los mexicanos tienen algo de mirreyes. Por eso toleran y viven en el Mirreynato sin rebelarse, sin indignarse, sin reclamar. Cuando para derrocarlo será necesario imponer vergüenza sobre los prepotentes. Exhibir a los burladores de la legalidad. Seguir tomando y diseminando fotografías de funcionarios como David Korenfeld y tantos más. Cuestionar a los custodios del cierre social. Encarar a los que descompusieron el elevador social. Reescribir la historia del Mirreynato para que se vuelva un multifamiliar mexicano donde caben todos, y no sólo los que aterrizan sobre él en helicóptero.
Fuente: Reforma