Quizá el mayor mito que rodea a los Niños Héroes es la conmovedora escena en la cual Juan Escutia —que no era cadete del Colegio Militar— toma la bandera tricolor y decide arrojarse desde lo alto del Castillo de Chapultepec antes que verla mancillada por los invasores. Escutia no murió por un salto ni envuelto en una bandera, cayó abatido a tiros junto con Francisco Márquez y Fernando Montes de Oca cuando intentaban huir hacia el jardín Botánico. La bandera mexicana fue capturada por los estadounidenses y fue devuelta a México hasta el sexenio de José López Portillo.
Una taquería promueve sus productos con la imagen de los niños héroes.
Las edades no importaban. Sólo uno podía definirse propiamente “niño”; el resto eran jóvenes adolescentes entre los catorce y diecinueve años de edad. La historia oficial los igualó y los reunió bajo un nombre escrito en letras de oro: “Los niños héroes”.
La defensa del Castillo de Chapultepec y la muerte de los cadetes del Colegio Militar fue tan real como la de los otros cientos de mexicanos desconocidos que sucumbieron en la guerra contra Estados Unidos entre 1846 y 1848, y particularmente durante el asalto estadounidense al Castillo, ocurrido el 13 de septiembre de 1847.
La historia oficial se encargó, sin embargo, de reducir la jornada de Chapultepec, exclusivamente al sacrificio de los jóvenes cadetes y ensalzar hechos que no ocurrieron, o que fueron distorsionados, cuando sus acciones, por sí solas, los colocan en el altar de la patria. Desde luego fueron héroes por haber tomado las armas para defender el territorio nacional, lo cual por sí mismo es un acto de heroicidad. Fueron héroes porque no tenían la obligación de permanecer en el Castillo por su condición de cadetes. Fueron héroes porque con escasas provisiones y pertrechos militares, resistieron un asedio de más de un día, con fuego de artillería que hacía cimbrar Chapultepec entero. En todo caso, la edad poco importaba.
Aunque la historia de los niños héroes ya se conocía desde el porfiriato, por razones políticas adquirió la dimensión de un “cantar de gesta” en el periodo del presidente Miguel Alemán. La razón era sencilla, en marzo de 1947 el presidente de Estados Unidos, Harry Truman, realizó una visita oficial a México cuando se conmemoraban 100 años de la guerra entre ambos países. Para tratar de agradar a los mexicanos colocó una ofrenda floral en el altar de la patria. Sin embargo, el homenaje tocó las fibras más sensibles del nacionalismo mexicano y desató el repudio hacia el vecino del norte, a tal grado que, al caer la noche, cadetes del Colegio Militar retiraron la ofrenda colocada por la mañana y la arrojaron a la embajada estadounidense.
Para apaciguar los ánimos y resaltar los valores de la mexicanidad, el gobierno decidió recurrir a la historia. Poco después de la visita de Truman se dio a conocer una noticia que ocupó las primeras planas de los diarios. Durante unas excavaciones al pie del cerro de Chapultepec se encontraron seis calaveras que se dijo pertenecían a los niños héroes. A pesar de las dudas de historiadores y peritos, nadie se atrevió a contradecir la “verdad histórica”, avalada por el presidente, con un decreto donde declaró que aquellos restos pertenecían indudablemente a los niños héroes.
¿Quién podía cuestionar semejante afirmación? Seguramente en septiembre de 1847, en medio de los combates que se verificaban en la ciudad de México, alguna persona con mucha visión, se había tomado el tiempo para reunir los cuerpos de los seis cadetes y los sepultó, esperando que un siglo después fueran encontrados para gloria de México.
A partir de ese momento, los “Niños héroes” adquirieron otra dimensión. Gustó mucho la dramática escena del cadete Juan Escutia, tomando el lábaro patrio entre sus manos, envolviéndose en él y arrojándose al vacío para evitar que cayese en manos invasoras, de lo cual ninguna relación histórica del siglo XIX da cuenta. A partir de entonces, el acontecimiento se convirtió en un mito y la historia oficial se encargó de contar sólo una parte de lo sucedido.
Hoy sabemos que los seis cadetes que cayeron combatiendo no eran los únicos que tomaron las armas para defender a la patria. Había otros, particularmente uno, que resultó herido y logró sobrevivir. Ese otro “niño héroe” tuvo la fortuna de salir con vida de la batalla, no obstante que se mantuvo firme en su posición defensiva.
Un poco más crecidito, nuestro “niño héroe” se convirtió en la mejor espada del partido conservador y en acérrimo enemigo de los liberales y de don Benito Juárez. De haberlo tenido en sus manos lo hubiera hecho fusilar, como don Benito hizo con él tiempo después. Nuestro “niño héroe”, desconocido para casi todos, de haber militado en las filas liberales, también por decreto pudo haber sido llamado: “el niño héroe presidente” ya que ocupó la primera magistratura del país a los 27 años de edad, pero se equivocó de bando y por consiguiente fue condenado al infierno cívico. Su nombre: Miguel Miramón.
Es tiempo de darle vuelta a la página de la guerra con Estados Unidos. Desde luego, debemos un reconocimiento a todos los combatientes mexicanos en una guerra por demás injusta; cadetes y soldados del ejército, por igual, merecen un sepulcro de honor, cualquiera que haya sido su filiación política posterior. Y la mejor forma de rendir honores, puede ser, recuperando la historia para mirar al futuro.
Fuente: JuristasUnam.com