Por Jenaro Villamil
Toda la solidaridad y el apoyo al equipo de Sin Embargo.
En diciembre de 2013, las calles de la ciudad de México estuvieron prácticamente vacías. Sólo hubo un tímido cerco ciudadano de protesta por la reforma constitucional en materia energética. Entre junio y julio, cuando se aprobó la legislación secundaria más dura que abrió la industria petrolera y eléctrica, los políticos del PRI y del PAN celebraban que el “mito de la expropiación” hubiera fallecido. Nadie se movilizó para protestar.
El falso espejismo de la desmovilización social en un país tan complejo y contradictorio como México siempre ha sido la trampa de los regímenes autoritarios. “La paz de los sepulcros” en la época de la dictadura de Porfirio Díaz o “la estabilidad de los invisibles” en la era de Gustavo Díaz Ordaz les ha hecho pensar a las élites mexicanas que la sociedad puede aguantar lo que sea, mientras tengan telenovelas y fútbol.
Algo similar está sucediendo en este Octubre indignado de la sociedad mexicana. En menos de diez días, se han producido tres movilizaciones masivas en la Ciudad de México –la de los jóvenes universitarios del Instituto Politécnico Nacional, la del aniversario del 2 de octubre y la de este 8 de octubre reclamando a los 43 normalistas desparecidos en Ayotzinapa-.
Esta última adquirió dimensiones nacionales e internacionales por la indignación provocada ante la evidente colusión de autoridades municipales, estatales y federales con células del crimen organizado que han tomado por asalto municipios como Iguala. El hallazgo de narcofosas le dio una dimensión mucho más macabra a la presunta matanza en Iguala.
Es una auténtica explosión de indignación social con precedentes inmediatos: primero, lo sucedido con la comunidad yaqui en Sonora perseguida por un gobernador con alto talante represivo; luego, la conmoción provocada por la matanza extrajudicial en Tlatlaya, Estado de México. Más de 20 jóvenes de las comunidades más pobres del sur mexiquense y guerrerense fueron ejecutados por elementos militares. El escándalo internacional provocado por la revelación de los sucesos demostró el grado de colusión e impunidad entre las autoridades mexiquenses, las federales y las militares.
La indignación en México se está dando por el lado de la violación a los derechos humanos, la ola creciente de ejecuciones extrajudiciales, desapariciones (“más de 26 mil” ya admitió la Secretaría de Gobernación) y el hartazgo por la impunidad de la clase política coludida o penetrada por los compromisos adquiridos con el crimen organizado.
El gobierno de Peña Nieto, acostumbrado desde el Estado de México a maquillar o evitar la investigación y castigo de este tipo de abusos y crímenes contra la sociedad civil (recuérdese Atenco), ya no sabe qué hacer. No alcanza a dar una respuesta de Estado. La Gendarmería se transforma en un apagafuegos. La Federación sólo reacciona hasta que los casos se convierten en un escándalo internacional, como ha sucedido con Tlatlaya y Ayotzinapa. La PGR actúa demasiado tarde y a contracorriente. No se busca aplicar la justicia sino acallar el escándalo.
La crisis no es exclusiva del priismo o del gobierno de Peña Nieto. Por el contrario. Alcanza ya a toda la clase política. El nivel de indignación contra el PAN es creciente por su corresponsabilidad con el ascenso del narcopoder en los últimos doce años y los recientes escándalos filtrados para demostrar la pasión de algunos de sus dirigentes con los moches. El Partido Verde ya tiene su ración de escándalos a raíz de conocerse el vínculo de uno de sus simpatizantes con Héctor Beltrán Leyva.
El PRD se ve ahora involucrado en su peor crisis por las evidencias de que el narcoalcalde de Iguala fue avalado por la tribu hegemónica y por el gobernador Angel Aguirre, expriista apoyado en 2010 por la dirigencia nacional del PRD para ser “candidato opositor”. El alcalde hoy prófugo de Iguala, José Luis Abarca cometió crímenes en contra de los propios militantes del PRD. Hasta el 9 de octubre la PGR giró órdenes de aprehensión contra este edil.
Es imperdonable para millones de mexicanos que se traten de lavar las manos o de “pedir perdón” porque tanto en Tlatlaya como en Iguala existieron suficientes avisos y precedentes de la crisis que sobrevendría. No ha sido suficiente la descomposición de Michoacán para enfrentar lo que está sucediendo en el Estado de México, Guerrero, Tamaulipas, por mencionar tres casos.
Estamos ante una severa crisis de régimen porque, además:
- Los casos más recientes involucran a jóvenes estudiantes, pobres o de clases medias que no caben en el sueño de “Mover a México” al estilo del peñismo.
- El odio gubernamental a los disidentes, a los inconformes, a los rebeldes ha llegado a niveles de crueldad como en Iguala. No es exclusivo de un narcoalcalde. Es una ola de díaz ordacismo que ha invadido a varios gobiernos: ahí están los intentos de criminalizar la protesta en Puebla, Quintana Roo, Veracruz.
- Aparecen conflictos que pretenden resolverse con desplantes políticos y mediáticos como en el caso del Instituto Politécnico Nacional, con el grave riesgo de alentar una indignación mayor. No es sólo un pliego petitorio o la renuncia de su directora lo que está en juego entre los estudiantes del IPN. Es la sensación de que durante años no fueron escuchados por el poder, sólo hasta que decidieron parar la segunda institución de educación superior más grande del país.
En el 68 mexicano fueron los jóvenes estudiantes los catalizadores del descontento que existía bajo la sonrisa congelada de Díaz Ordaz. En el 2014 estamos acercándonos a escenarios mucho más peligrosos. Ahora no se trata sólo de una matanza brutal como la del 2 de octubre, sino de varias y múltiples ejecuciones y matanzas contra jóvenes, contra los “prescindibles”, contra los “invisibles” que ya comenzaron a tener rostros.
La lección del 68 no se aprendió: un régimen que por omisión o colusión permite que asesinen a sus jóvenes, estudiantes o no, tarde o temprano termina arrastrado por esa misma ola represiva.
Fuente: www.homozapping.com.mx