“El desarrollo comunitario y la creación de empresas cooperativas gestionadas por sus trabajadores son avances revolucionarios”, dice el controvertido pensador.
Por Javier Borelli/ Tiempo Argentino
Noam Chomsky sabe incomodar. Nació en Estados Unidos y es un persistente crítico de su gobierno y su sociedad. Fue criado en el seno de una familia judía exiliada de Ucrania pero eso no le impide cuestionar ciertas políticas del Estado de Israel. Precisamente por su espíritu insurrecto y sus agudos comentarios es considerado uno de los intelectuales más influyentes en el mundo contemporáneo.
Su apellido resonó por primera vez con fuerza hace 55 años cuando en su curriculum sólo se destacaban sus estudios en Lingüística. Su libro Estructuras sintácticas marcó un hito en la materia y sus contribuciones incluso inspiraron aplicaciones en la Informática y la Medicina. Desde entonces, su fama se fue incrementando a la par que su curiosidad lo llevó a incursionar en otras disciplinas. Hoy, con 83 años, más conocido como filósofo y cientista político, Chomsky sigue rebelándose hasta a la jubilación y prodiga una incansable hospitalidad a los periodistas que hacen cola para conocer sus opiniones.
En una pequeña mesa redonda donde se apilan libros, fotocopias y cuadernos, Chomsky recibe a Tiempo Argentino con una amigable sonrisa y un té en la mano. Entre los papeles de su oficina ubicada en el octavo piso del Massachusetts Institute of Technology, más conocido en la jerga académica por sus siglas MIT, sobresale un anillado con el título “What then must we do?” (¿Qué debemos hacer entonces?), escrito por Gar Alperovitz. Su presencia cobrará sentido a lo largo de la conversación cuando recomiende su lectura para entender uno de los hechos “revolucionarios” más importantes que están pasando en EE UU: el movimiento de empresas recuperadas. A propósito de ello, Chomsky recordará que “algo de esa iniciativa, de hecho, vino de la Argentina post colapso”.
Las primeras palabras de la conversación pasan inevitablemente por Gaza, ciudad de donde volvió justo antes de que Israel lanzara la última ofensiva. Allí recorrió los hospitales que todavía hoy aparecen en todos los noticieros y comprobó los problemas que tienen los médicos para conseguir medicamentos. Chomsky aún recuerda que uno de los que conoció en su viaje es el que se popularizó en las portadas de los diarios alrededor del mundo, sosteniendo entre brazos a un niño muerto. A 9000 kilómetros de allí, el filósofo ahora sigue atento las discusiones en la arena diplomática.
Aunque la situación en Medio Oriente tenga hoy el primer lugar en la agenda informativa, Chomsky también ha estudiado con profundidad la historia de América Latina y ha escrito recurrentemente sobre la región en los últimos tiempos. Es que desde principios del siglo XXI sus países se han levantado “por primera vez en 500 años ante la dominación occidental y de EE UU”, explica. “También han estado moviéndose despacio pero significativamente hacia la unificación y muy lentamente se han ocupado de algunos asuntos internos muy extremos”, agrega antes de analizar lo que puede esperarse de las relaciones entre Latinoamérica y EE UU en el segundo gobierno de Barack Obama.
“Todos estos desarrollos muy positivos para América Latina a EE UU no le gustaron. Además, prácticamente lo empujaron de las bases militares que le quedaban en la región. Luego, en las reuniones hemisféricas quedó bastante aislado, como sucedió en Cartagena hace unos meses, cuando EE UU y Canadá quedaron contra el resto del hemisferio en los asuntos más importantes. Y, de hecho, si hay otra reunión continental no me sorprendería que EE UU y Canadá queden excluidos. Ante esto, lo que EE UU ha estado intentando hacer con Obama es reconstruir la posición de influencia y control. En Honduras, por ejemplo, Obama ha logrado llevar adelante un golpe de Estado. En Paraguay, no conocemos los detalles, pero supongo que Estados Unidos está detrás de la destitución de Lugo también. En Chile, EE UU está trabajando por debajo del radar, desarrollando relaciones militares para poder restablecer bases y esencialmente, si no restablecer el viejo sistema, al menos volverse más fuerte. Aunque no creo que funcione.”
–¿Hasta qué punto el desarrollo de los países de América Latina tiene que ver con que Estados Unidos ha estado concentrado en otros temas?
–Cuanta menor atención preste EE UU al continente, mejor para este último. Pero no se debe dar por sentado que eso haya ocurrido. De hecho, creo que ha estado prestando bastante atención. Cuando algo pasa en América Latina, EE UU está allí. En los ’80 estuvo muy activo en Centroamérica. En los primeros años de las dictaduras sudamericanas, EE UU apoyaba a todas. En Argentina, por ejemplo. En los ’90, América Latina estaba bastante bajo control con la estructura de los programas de ajustes, por lo que EE UU no tuvo que hacer mucho. Pero en la última década, EE UU ha sido empujado afuera y ha tratado con mucho ahínco de reconstruir su posición. Creo, en definitiva, que trata de aplicar más o menos la misma política que antes, pero tiene menos capacidad para implementarla.
–Varios de los gobiernos de América Latina que han sentado una posición más dura en su relación con Estados Unidos también se han enfrentado a las corporaciones mediáticas y han promovido nuevas medidas para regular el poder de los medios. ¿Cómo analiza eso?
–La situación de los medios en América Latina es prácticamente un escándalo. Están enormemente centralizados, en control privado, son muy reaccionarios y muy dañinos para los países. Dan una imagen muy distorsionada del mundo. Sin embargo, no creo que la respuesta correcta sea que los gobiernos los constriñan, sino que ayuden al surgimiento de alternativas comunitarias. En cierto punto eso ha comenzado a hacerse en Venezuela. Por otro lado, cuando ocurrió allí lo del canal RCTV, que no fue cerrado pero sí empujado al cable, escribí que acordaba con las protestas occidentales y también con el hecho de que algo así no podía suceder en EE UU. Pero agregué algo que lo hizo impublicable aquí. No puede pasar en este país por una buena razón: si algo así pasara acá, si la CBS, por ejemplo, apoyara un golpe de Estado contra el gobierno y después de unos días ese golpe hubiera sido revertido, no habría ningún juicio a los directivos y la cadena no seguiría transmitiendo. Simplemente, los dueños y directivos de esa estación serían asesinados por una escuadra especial sin juicio previo.
–¿Cree que el enfrentamiento abierto entre los gobiernos y los medios concentrados ayuda a concientizar a la gente acerca de los intereses detrás de los medios?
–En la mayor cantidad de países, los gobiernos apoyan a los medios concentrados. Y en las ocasiones en que eso no es así, creo que la mejor forma de responder no es poniendo presión, sino desarrollando alternativas, que es algo que el gobierno puede hacer. Algo así se está queriendo desarrollar acá en una pequeña medida. Por ejemplo, cuando el sistema de cable apareció en EE UU a inicios de los ’70, el Congreso aprobó una ley que impedía a las compañías de cable tener monopolios en algunas áreas particulares. Por ejemplo en la zona donde estamos, Cambridge. Cualquier red de cable que quisiera operar aquí debía incluir una señal comunitaria. Es una gran falla de la izquierda de EE UU que no aprovechen esta oportunidad. Acá hay una estación de la comunidad y si vas ahí te sorprendería ver que el equipo es bastante bueno. No es CBS, pero es mejor que otros en poder de movimientos políticos. Y muchas veces están dirigidos por lunáticos porque la izquierda no los usa. Llegan a mucha gente y podría ser usado como una base de medios alternativa.
–¿Qué es lo que les falta a los grupos de izquierda para sacar partido de esa posibilidad?
–Eso es lo que he estado discutiendo durante 40 años. Tienen muchas críticas sobre los medios que están justificadas, pero hay muy poco trabajo en tratar de crear alternativas. Y puede ser hecho, como pasó con Democracy Now, que funciona. Pero si los grupos de izquierda usaran esas posibilidades que están a mano, podrían hacer más cosas. Hay mucho para hacer.
–Y no sería importante sólo el contenido, sino también la forma en que se lleva a cabo…
–Estuve una vez en Brasil, antes de que Lula fuera elegido presidente, y una tarde él me llevó a los suburbios de Río, donde vi algo muy interesante de los medios populares que no sé si todavía funciona. Lo que pasaba era que un grupo de profesionales de los medios de Río iba a una plaza en el medio de una ciudad a las nueve de la noche, prime-time, y ponían un camión con una pantalla. Allí pasaban programas que eran sólo para la gente que estaba sentada en la plaza o en los bares de alrededor. Los contenidos habían sido escritos por gente de la zona, actuados por ellos y eran interesantes. No podía entender todo lo que decían, pero sí me daba cuenta de que algunos eran comedia, otros eran más serios y hablaban sobre la crisis de la deuda o sobre el HIV, por ejemplo. Después de los programas, una de las actrices iba con el micrófono y una cámara a pedirle un comentario a la gente que los había visto. Esas opiniones eran pasadas en la pantalla gigante y otra gente se sumaba. Generaba interacción comunitaria y esa gente no miraba la televisión prime-time, sino que prefería mirar eso. Todo estaba hecho por la comunidad salvo el equipo, que venía de la ciudad. Cosas como esas pueden ser hechas.
–Procesos políticos como la Primavera Árabe, el movimiento Occupy o el de indignados han conmovido sociedades con sus planteos. ¿Cree que estos grupos tienen potencial revolucionario?
–Creo que son importantes, pero hay muchas otras cosas también revolucionarias que están sucediendo. Por ejemplo, los desarrollos comunitarios y el trabajo en empresas. Algo de esa iniciativa, de hecho, vino de la Argentina post colapso. Gar Alperovitz trabaja sobre ello y cuenta de lugares como en Cleveland, donde hay una red de empresas cuyos propietarios son sus propios trabajadores. Cooperativas que empiezan a establecer vínculos a nivel internacional con otras empresas en España. Hoy eso está en varios lugares del país y es revolucionario. No sé si se alcanzará una escala como para cambiar la sociedad, pero es una de las cosas más importantes que están pasando.
–Una joven española que participó del movimiento de indignados en España decía que admiraba la experiencia de Occupy Wall Street porque en su país reclamaban por derechos que habían perdido y en EE UU por derechos que nunca tuvieron…
–Es que aquí se pelea por los derechos de otras personas. Ninguno de los que está en el movimiento Occupy y pasa el tiempo en el parque Zuccotti es pobre. Todos tienen, al menos, un plato de comida en la mesa y no vienen de los barrios más desventajados. Esa gente no tiene tiempo para estas cosas. Sin embargo, creo que están logrando llamar la atención de los medios en muchos aspectos. Los hechos que Occupy trajo se pusieron en el centro de la agenda nacional. Antes, se hablaba muy poco de la desigualdad, del fraude bancario, de la compra de las elecciones. Estas cosas ahora están siendo discutidas. De hecho, el slogan de “somos el 99% vs el 1%” se puede leer en la prensa de negocios y todos hablan de ello. Además, están haciendo cosas. Por ejemplo, con el huracán Sandy de hace un par de semanas, los primeros en salir a ayudar fueron los chicos de Occupy. También están ayudando a la gente que está siendo desalojada de sus hogares por los bancos: los apoyan para resistir el desalojo o van a la Corte a protestar. Por eso, puede transformarse en algo muy constructivo. De hecho, creo que lo más importante que hicieron, que la mayoría de la prensa no lo reconoce y nadie habla de ello, es que rompieron la atomización de la sociedad. Esta es una sociedad en la que la gente esta sola. Es casi sociopático. La gente no se junta para hablar, quedan atrapados en la televisión, en el consumo de bienes. Pero Occupy reunió a la gente, los puso a hacer algo cooperativamente. Abrió un espacio de discusión, interacción. La gente está aprendiendo a hacer cosas juntos y eso es muy importante y, en especial, en una sociedad como esta. Si dura, puede ser importante para inspirar a más grupos.
–¿Piensa que de este movimiento puede derivarse un cambio más profundo en la sociedad?
–Es uno de los tantos lugares. Hay muchas cosas que pasan en el país. Esto fue una especie de chispa y se puede ver. Se pudo ver en el hecho de que el día después de Zuccoti había movimientos Occupy en todo el país y, de hecho, en otras partes del mundo. Y ha pasado sólo un año, no se puede decir más, pero ha sido muy exitoso. Y si se pueden asociar a otros movimientos, como el de empresas recuperadas, puede ser muy interesante.
Una mirada a las redes sociales
La oficina de Noam Chomsky está repleta de libros. Entre dos escritorios en forma de letra L que ocupan dos de los laterales de la habitación, apenas hay un espacio libre para algunos portarretratos familiares. No sorprende que Chomsky admita no mirar mucha televisión y que se informa a partir de “toneladas de lectura”. “Leo la prensa nacional, la prensa de negocios, la internacional. Un sinfín de periódicos con un amplio espectro de perspectivas, incluso conservadoras”, describe. El cronista confiesa entonces que antes de la cita revisó sus datos biográficos en Wikipedia.
“Yo uso Wikipedia para algunas cosas. Si querés saber sobre matemática o historia medieval, está bien. Pero si es algún tema contemporáneo y controversial, entonces hay que ser muy cauteloso.”
–¿Y las redes sociales?
–No tengo una opinión porque estoy fuera de moda. La gente me dice que tengo una cuenta de Facebook, pero no la abrí yo.
–Le atribuyen un rol importante en la Primavera Árabe.
–Acá también tienen un rol importante. Cualquier grupo activista anuncia lo que hace en las redes sociales para sumar gente a sus actividades. Eso está bien, no tengo ninguna objeción contra ello. Pero lo más que hago es leer blogs ocasionalmente. Creo que es una gran cosa que cualquiera pueda decir lo que quiera en Internet, pero significa que el 99% son cosas sin importancia.
–Se suele criticar que afecta al periodismo acelerando los procesos y contribuyendo a la pérdida de análisis y chequeo de datos…
–Por eso leo los diarios y no las redes sociales. Pero algo interesante sucedió en la Primavera Árabe. En un punto (el presidente de Egipto Hosni) Mubarak cerró Internet. La interacción creció porque en vez de twitear la gente hablaba entre sí y la organización iba más rápido. Es decir, acelera las cosas pero tampoco tanto.