hay un amplio consenso nacional, regional e internacional sobre la gravedad de la situación actual de los derechos humanos en México. También alertó sobre la creciente intolerancia frente a quienes denuncian la crisis de derechos humanos que vive el país. Desde el reconocimiento sobre la profundidad de nuestra crisis, el alto comisionado propuso cuatro medidas clave: fortalecer las procuradurías para que las violaciones a derechos humanos sean adecuadamente investigadas; reformar a las policías en clave democrática; adoptar un cronograma para el retiro de las fuerzas militares de las tareas de seguridad pública, e implementar las recomendaciones del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), creado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para realizar una verificación técnica de la investigación sobre el paradero de los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos.
En su conferencia de prensa, el alto comisionado aludió a un aspecto que en el último año ha cobrado renovada vigencia: el incremento de los cuestionamientos que desde el gobierno federal y algunos sectores de la opinión pública se lanzan en contra del trabajo independiente de defensa y promoción de los derechos humanos. El mensaje de Al Hussein fue contundente: “en lugar de matar al mensajero, enfoquémonos en el mensaje […] ignorar lo que está sucediendo en este gran país no es una opción para nosotros y no debe ser una opción para los políticos”.
De esta manera el alto comisionado puso el dedo en una llaga abierta. Y es que a nadie escapa que el discurso gubernamental –y de ciertos generadores de opinión pública– se ha venido endureciendo frente al escrutinio independiente en materia de derechos humanos, provenga éste de organismos internacionales o de organismos civiles. Respecto de los organismos internacionales, esta tendencia comenzó con la descalificación a Juan Méndez, relator para la Tortura de la ONU, a quien el gobierno federal respondió con virulencia a sus fundadas observaciones.
Este tono se ha reditado recientemente en la respuesta gubernamental a las muy documentadas observaciones preliminares de la visita in loco de la CIDH, que han sido cuestionadas e incluso minimizadas con la lamentable concurrencia de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), mediante declaraciones que ponen en tela de duda que en México exista una crisis de derechos humanos, o que contra toda evidencia la reconocen presente sólo en algunas regiones del país. El propio GIEI de la CIDH no ha quedado exento de enfrentar obstáculos en su trabajo, ni de recibir señalamientos afrentosos.
Esta semana, por ejemplo, el titular de la Secretaría de la Defensa Nacional reiteró su negativa a permitir que entreviste a militares que presenciaron hechos relevantes el 26 de septiembre, aduciendo una cuestionable decisión personalísima, inaceptable para quien está llamado a encabezar una institución con base en la ley y no en posiciones subjetivas.
Por otro lado, pese a la intachable trayectoria de sus integrantes, y a la seriedad de su investigación, algunas voces marginales han querido ver en el trabajo del GIEI el reflejo de una suerte de conspiración colectiva o personal contra el Estado mexicano, atribuida al secretario ejecutivo de la CIDH y a diversos organismos civiles. Nada más ajeno a la realidad. Primero, porque la solvencia moral de las y los integrantes del grupo es garantía bastante de su objetividad. Segundo, porque la CIDH es un órgano colegiado, donde las decisiones son tomadas por las y los comisionados, no por el secretario ejecutivo. Tercero, porque el actual secretario ejecutivo de la CIDH y los integrantes de las organizaciones que acompañan a las familias de Ayotzinapa jamás compartieron simultáneamente el espacio laboral de la Comisión de los Derechos Humanos del Distrito Federal (CDHDF). Y cuarto, porque tanto en los casos de los expertos, del secretario de la CIDH y de las organizaciones defensoras estamos hablando de personas con una amplia trayectoria en el mundo de los derechos humanos, ajena a intereses subrepticios.
Justamente este último aspecto debe ser destacado al hacer referencia al endurecimiento frente al trabajo civil en materia de derechos humanos. Recientemente, con una coincidencia en tiempo que resulta asombrosa, en un sector marginal de articulistas han comenzado a hacerse fuertes señalamientos denostativos en contra del trabajo del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez. No sólo por su comprometida labor en el caso Ayotzinapa, sino también por su intervención en el caso Tlatlaya. Se ha llegado a decir con irresponsabilidad que el Centro Prodh habría confeccionado esa gravísima violación a los derechos humanos.
Ante estas descalificaciones no sólo hay que recordar que el Centro Prodh es una obra social de la Compañía de Jesús, con más de 27 años de trabajo serio en la defensa de los derechos humanos, pionera en este campo junto con el Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria. También hay que insistir en que la existencia de la masacre de Tlatlaya está más allá de toda duda, pues así fue establecido no por las organizaciones no gubernamentales, sino por el órgano constitucional autónomo con que cuenta el Estado mexicano para investigar estos casos, la CNDH, que en su recomendación 51/2014 concluyó que efectivamente elementos del Ejército mexicano habían privado de la vida a entre 12 y 15 personas cuando ya se encontraban inermes. Hoy está pendiente el deslinde de las responsabilidades individuales, mas no así la determinación sobre la existencia misma de la masacre. Basta para entenderlo para constatar que el auto de formal prisión dictado contra los tres militares acusados de homicidio se mantiene firme. Frente a este panorama, el llamado del alto comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos no es menor.
Fuente: La Jornada