El abstencionismo no es el gran mal de la democracia mexicana, pues el número absoluto de votantes no parece afectar las proporciones de sus preferencias, según se observa en iteraciones markovianas sobre el voto indeciso. Por otro lado, para poder aspirar a un mayor número de alternancias es imprescindible cambiar la cantidad de competidores por calidad en los mismos, puesto que, además, a mayor número de participantes menores son las probabilidades de vencer las estructuras hegemónicas partidistas regionales. Sobre las candidaturas independientes hay que señalar que parten de la desigualdad, por lo que su real eficacia solamente podrá ser observada en la medida que se reduzcan –o desaparezcan– los partidos políticos: hasta no conseguir esto, lo único que tenemos es una pobre simulación de democracia.
Por Emmanuel Ameth
Bajo el sistema de participación ciudadana actual para la elección de representantes populares, en que no existe diferencia sustancial alguna entre el abanico de opciones que se nos presentan en la boleta electoral y, sobre todo, estando a merced de unos pocos que controlan un sistema que corrompe y tergiversa la reglas del juego, no hay utilidad alguna en haber emitido o no un sufragio, visto esto desde distintos escenarios que nos plantean herramientas matemáticas, así como tampoco las llamadas candidaturas independientes son suficientes para poder aspirar a mejorar la democracia mexicana.
Los que forman parte del sistema, en su perversión, nos inducen a creer que la democracia es la simple libertad de decidir nuestro voto, sí, pero omitiendo el hecho de que se limita a la baraja de aspirantes que nos es impuesta. Estos grupos de poder, que controlan los partidos políticos, no sólo restringieron a los ciudadanos el derecho sobre estas que son sus instituciones, sino que acostumbraron a su propia militancia a asentir sin preguntar y a resistir sin protestar.
Las llamadas candidaturas independientes no son suficientes para revitalizar la democracia mexicana, toda vez que parten siempre de una condición natural de desigualdad en contra de quienes son los verdaderos enemigos del país, a saber, los partidos políticos.
La paradoja del mexicano
Los partidos políticos compiten en condiciones desiguales, pues sus recursos dependen de los sufragios inmediatos anteriores (los ‘nuevos’ parten de una asignación mínima, que puede o no corresponder con la proporción de simpatizantes que requirieron tener para formalizar su registro).
Cada partido observa como componente de sus votos una proporción de ‘voto duro’, es decir, aquel mínimo que le brindan sus estructuras, además de una proporción complementaria que decidió apoyarle en ese momento, independientemente de si lo hizo por convicción o castigo, o bien como estrategia para impedir la victoria de otro partido cuya opción considere excluyente.
La composición del ‘voto duro’ es tan grande que casi siempre garantiza la victoria de un partido hegemónico, pero no lo suficiente como para impedir transiciones. Por ello, el PRI ha ganado 13 elecciones presidenciales y perdido 2 bajo esquemas de mayoría simple.
Tomemos por válida la encuesta realizada por Parametría y promediemos la identidad partidista del primer trimestre de 2015 para estimar cuál es el voto duro de cada partido:
El PRI observa un 24%, el PAN 16%, el PRD un 6% y el conjunto de los demás partidos 9%. Lo anterior destaca que la jornada podría cerrar con resultados globales del 29, 24, 10 de acuerdo con dichas proyecciones. Después de que las mismas tuvieron lugar, se puede notar que la variación fue mínima y que solamente cambió para el PAN, con 19 puntos.
Quienes están en contra de la anulación del voto suponen que los votantes que no se acercan a las urnas, en caso de ser convencidos, preferirán impulsar los partidos chicos y/o distribuirán su voto casi uniformemente, lo cual es un error. Ciertamente, por analogía, los partidos chicos saldrían más beneficiados si se distribuye de dicha forma y no de una forma cuasi proporcional, aunque, para su mala fortuna, son tan diversas las causas por las que existe el abstencionismo y tan variadas las personas que optan por dicha vía, que incluso si pudieran ser ‘obligados’ a emitir su sufragio, lo más probable es que la distribución de sus preferencias no difiriera de aquella que sí dirigió su voto a una opción de la papeleta.
De hecho, si a partir del gráfico anterior observamos las preferencias de julio de 2012 y las comparamos con las votaciones que se tuvieron al final de la jornada, las probabilidades de que los electores indecisos se fijen en los partidos chicos siguen jugando en contra de éstos, ocupando para ello iteraciones markovianas suficientes para apreciar estacionalidad, es decir, que ni siquiera en un teórico largo plazo representarían beneficios.
En la siguiente imagen puede apreciarse una matriz de transición que destaca la composición del voto complementario cuyas preferencias siguen beneficiando al partido hegemónico. Es de destacar que mientras mayor sea el número de partidos, las distancias entre las proporciones de los sufragios obtenidos entre el ganador y el resto de ellos se incrementan.
Así, y por analogía matemática –no intuitiva, como suele hacerse–, aumentar el número de partidos es lo que en realidad beneficia la hegemonía de un solo dominante, afirmación que coincide, incluso, con los procesos democráticos de años y/o décadas anteriores, donde una mayor cantidad de participantes nunca resultó en una mejor democracia. Por si fuera poco, tener mayor número de partidos tampoco supone una mayor participación de los ciudadanos en las elecciones y, más importante aún, de ninguna forma abre las puertas a la participación de los mismos en las decisiones que éstos toman.
Respecto del voto nulo, como bien señaló el investigador de la UNAM Roberto Duque Roquero, un aumento de éste da la apariencia de incrementar la ‘fuerza electoral’ de los llamados partidos grandes, perjudicando a los pequeños por añadidura, pero como recién se señaló, también es cierto que ese mismo efecto de buscar la permanencia de los partidos chicos aumenta los márgenes de ventaja entre el ganador y el resto de participantes, desincentivando una verdadera competencia, único instrumento que podría –siendo optimistas– cambiar las estrategias actuales de los partidos políticos. En otras palabras, independientemente del número de votantes en una elección, el factor que posibilita una competencia real o no en una elección es el número de opciones que se tengan: con dos competidores, la moneda está en el aire, y con tres hay un poco de variabilidad… pero ésta desciende a medida que se incrementan los competidores.
Así, asegurar que una baja participación ciudadana lastima particularmente a los partidos chicos es cierto, pero, paradójicamente, este mayor número de ‘opciones’ tiende a dificultar las transiciones hacia las alternancias.
Algún asesor de Osorio Chong lo ha comprendido bien y por ello le recomendó impulsar otro partido político, a saber Encuentro Social. Porque no es que ganara una decena de curules en el Congreso, sino que, en donde se percibían elecciones más apretadas, inclinó la balanza a favor del PRI.
El investigador de la UNAM también dijo que “mientras no cambien las reglas, que no van a cambiar por ahora, votar nulo no es buena idea”, pero ¿votar por un partido político sí lo es? Cuando se es experto en las reglas del juego y se conoce quien las elabora, así como sus últimas consecuencias, parece extraña la invitación a participar en una simulación, donde los que ganan, no son los ciudadanos,.
A los partidos ni siquiera les conviene competir
Los partidos no suelen tener los estímulos suficientes para modificar sus estrategias dado el juego en el que se ven inmersos, es decir, los equilibrios que se presentan no se harían para buscar un mayor pago, o en este caso la victoria, sino que para la mayoría de éstos, su estrategia se centraría en no perder su poder político actual, como veremos en un planteamiento auxiliándonos ahora en la Teoría de Juegos.
Planteemos un esquema sencillo muy parecido a las tendencias que se presentan en el marco actual de elecciones. Existe un jugador al que llamaremos dominante, puesto que de no existir estrategia alguna, así como en la mayor parte de las combinaciones de las mismas, resulta ganador, por lo que es en este jugador sobre el que se centran las estrategias de los otros dos competidores. Así, los jugadores, que tienen deseo de ganar, saben que deben buscar una forma de restarle preferencias para aspirar a que, con una combinación determinada, puedan llevarse la victoria. El único inconveniente es que para restar un punto a un competidor perderán uno propio frente a la opinión pública –como sucede con la mal llamadaguerra sucia–. Nótese también que es infructífero que un partido no dominante centre su estrategia en otro no dominante.
Suponiendo que las decisiones se toman al mismo tiempo y que como de hecho sucede, todos cuentan con la información suficiente para denunciar al otro, solamente hay dos estrategias convenientes (porque no sólo se trata de obtener una mayor puntuación, sino que ésta supere la de los contrincantes). La primera es que ninguno denuncie al otro por temor –un equilibrio de Nash–, y la segunda, que busque convencer al rival de enfrascarse en una guerra contra el partido dominante.
Así, incluso para la matemática, los partidos políticos de manera natural están destinados a callar sobre los otros –para no ser denunciados a su vez–, así como a buscar siempre la forma de engañar a los demás. Los comportamientos descritos son consecuencia del sistema político actual y derivan en una condición irreversible de iniquidad, que es fomentada por las reglas que los partidos dominantes plantean y autorizan. Una elección en desigualdad de circunstancias para los jugadores es injusta; por lo tanto, no puede tomarse por legítima en ningún caso.
En las votaciones no dominan las convicciones sino el miedo, un criterio Maxi-Min donde se cree que votar por “el menos dañino” representa una verdadera opción, siendo esta resignación la causante de que el país guarde una condición miserable.
Sobre las candidaturas ciudadanas independientes, aquellos que resultaron ganadores tuvieron detrás de sí una estructura partidista operando para ellos, como fue el caso de Jaime Rodríguez Calderón y César Valdés Martínez, que en Nuevo León tuvieron a su servicio maquinaria de extracción priista; por su parte, Manuel Jesús Clouthier Carrillo, Alfonso Martínez Alcázar y Alberto Méndez Pérez también gozaron de estructuras panistas.
Así, de los seis ganadores, solamente Pedro Kumamoto Aguilar llegó a una representación popular sin filiación ni estructura partidista alguna, aunque para que ello sucediera tuvo que concentrarse la estructura de una organización estatal en un solo distrito, además de existir el escenario más negativo del que se tuviera memoria para los partidos políticos hegemónicos. En otras palabras, para contar con más Kumamotos en el país, la respuesta sigue siendo la de minimizar y/o desaparecer la influencia de los partidos políticos.
La propuesta de candidatos ciudadanos independientes en el esquema actual no hace otra cosa que legitimar un sistema de elecciones viciado. Si tenemos en cuenta que fuera de las estructuras de los partidos y de los grupos de poder solamente una propuesta ‘libre’ resultó ganadora, en realidad es mayor el beneficio que recibió el sistema al refrescarse que aquello que en la realidad pueda resultar beneficioso para nuestra democracia.
La alternativa
Quien insista en que la única alternativa con que se cuenta para mejorar las condiciones actuales es elegir entre las opciones electorales que se nos presentan, está faltando a la verdad.
Ciertamente, una sociedad necesita de representantes y de administradores para la realización de ciertas funciones, pero ello no quiere decir que necesite de gobernantes, pues son figuras distintas. Para aspirar a un proceso democrático aceptable, las consultas deben ser realizadas a las mayorías.
Si en el país, para poder votar, basta con alcanzar una mayoría de edad, entendida ésta como la etapa en la que se cuenta con madurez suficiente para hacer pleno uso de nuestras facultades, así como de poder decidir sobre nosotros mismos y nuestros destinos, en realidad, no hay impedimento alguno para poder ser capaces de votar directamente las reformas de mayor trascendencia.
Pero, como funciona el sistema ‘democrático’ mexicano, los partidos son responsables de formular las leyes que les rigen como instituciones. Por ridículo que parezca, siendo representantes de grupos de poder –no de nosotros–, son los únicos que deciden la forma en la que se asignan presupuestos, sueldos, derechos y hasta deciden qué sanciones imponerse a través del Congreso.
Así, los partidos, por más innecesarios que sean bajo su esquema actual, no desaparecerán mediante sufragio. Votar en la autodenominada democracia mexicana es aceitar un automóvil, viejo y descompuesto, con la esperanza de que éste vuele, cuando ello va contra su propia naturaleza. No hay forma de cambiar al sistema partidista que no sea mediante un giro radical en la estructura de poder en un periodo de tiempo muy corto… o resignarnos a que los más de 90 millones de mexicanos que viven en condiciones de pobreza y vulnerabilidad sigan padeciendo para beneficio de una muy pequeña minoría.
Fuente: Forbes