Por Gustavo Duch
“Me ataron a un árbol en el bosque, me vendaron los ojos y me dijeron que iba a morir y que ninguna persona podría encontrarme nunca más. Vertieron un líquido amargo en mi boca y me dijeron que lo tragara. Después detonaron varios disparos cerca de mis oídos y ya no podía escuchar nada, entonces se fueron en su automóvil”. Así explica un muchacho guaraní, Valmir Guarani Kaiowá, como intentaron acabar con su vida el pasado lunes 2 junio, a pocos días de que en su país se inaugure el mundial de fútbol 2014.
Un territorio, Brasil, que por el año 1500, cuando llegaron los primeros europeos, era el hogar para más de 10 millones de indígenas y que ahora -explica la organización Survival- su pueblo más numeroso, precisamente el guaraní, son solo 51.000 personas que ocuparían menos de las dos terceras partes de todo el aforo de Maracaná donde, entre gritos y pasiones, se cerrará el Mundial. Otros pueblos indígenas han quedado tan mermados que ni tan siquiera podrían formar un equipo de fútbol, como los 5 supervivientes del pueblo akuntsu en el estado de Rondônia; los 4 supervivientes del pueblo juma en el estado de Amazonas; o los 3 supervivientes del pueblo piripkura, también en Rondônia.
Y sí, puede parecer una metáfora pero es bien cierto que los campos de fútbol donde van a desarrollarse el mundial de Brasil son la imagen del expolio y el robo de los territorios -selvas y bosques- donde desde siempre han vivido los pueblos originarios y que hoy, por intereses madereros, de la agricultura y ganadería industrial, las megarepresas hidroeléctricas, la búsqueda y extracción de hidrocarburos y cientos de carreteras que los atraviesan, siguen siendo destruidos a una velocidad muy superior a cualquier sprint de un delantero centro.
La supervivencia o no de estas comunidades -algunas, voluntariamente, siguen sin entrar en contacto con nuestra civilización- no solo depende de la voluntad política de la nación que los gobierna (que dedica 791 millones de dólares para pagar la seguridad durante la Copa del Mundo, una suma diez veces mayor que todo el presupuesto anual de su Departamento de Asuntos Indígenas) si no también de quienes en otros continentes sentados frente al televisor veremos como repiten hasta la saciedad las hazañas de riquísimos deportistas.
Como canta León Gieco, “el mundo está amueblado con maderas del Brasil” y es bastante probable que la mesa de madera donde descansa dicho televisor hubiera sido refugio de aves, plantas, pequeños mamíferos e insectos cerca de los estadios de Cuiabá, Brasilia o Belo Horizonte donde correrá la pelota. O por qué no, que provenga de los más de 7,2 millones de hectáreas de plantaciones de eucaliptos o pinos que hoy se levantan donde antes recolectaban, cultivaban y vivían gentes nambiquaras, umutinas o parecis. Y que, como denuncian algunas organizaciones ambientalistas, el sector quiere duplicar a base de nuevas plantaciones de eucaliptos transgénicos y así poder fabricar tanta ‘biomasa’ que la podrán exportar como fuente energética a países europeos. Aunque no piensan lo mismo las comunidades que tienen que vivir rodeadas de esos bosques uniformes y artificiales que les agotan las aguas y les desgastan los suelos donde cosechan su sustento.
Sí, sentados frente al televisor, habrá quien en la media parte se llevará a la boca una mac-hamburguesa de uno de los patrocinadores del mundial, elaborada con carne de cualquier granja industrial española donde sus inquilinos son alimentados con soja producida, por ejemplo, en el estado de Mato Grosso. Muy cerca de donde resiste el pueblo enawene nawe, gente que nunca comen carne roja y se alimentan de peces capturados en los ríos y de miel de la selva. También el refresco del Mundial, la Coca-Cola, es un peligro para los pueblos originarios pues están comprando el azúcar para su bebida a la multinacional Bunge que, como denuncia el pueblo guaraní, “la compra a terratenientes que nos han robado la tierra”.
Hasta el combustible de nuestros autos tiene que ver, pues ahora que tienen un pequeño porcentaje de etanol o biodiesel y que como no tenemos capacidad de producir, lo importamos de países como Brasil. Como pudimos leer en la prensa el pasado mes de diciembre, la lucha por detener la expansión del cultivo de caña de azúcar para la elaboración de etanol -y unos pistoleros- acabó con la vida de Ambrósio Vilhalba, quien fue el protagonista de la película Birdwatchers. En ella se relata cómo la fiebre del etanol está destruyendo su tierra guaraní por empresas como Shell y como muchos de sus hermanos y hermanas no tienen más que malvivir en las orillas de las carreteras, donde muchos de ellos acaban con su propia vida en una de las mayores oleadas de suicidios en el mundo.
Por eso es que ataron a Valmir. Porque igual que Ambrósio o su suegro Nísio Gomes, también asesinado por pistoleros enmascarados en 2011, lucha por su tierra que la codicia quiere conquistar.
Una tierra que no es un terreno de juego ni de negocios. Es tierra para vivir.
Fuente: El Periódico de Catalunya