Si el rock and roll, a través de melodías arrasadoras y guitarras imparables, siempre ha sido una magnífica ilusión de presente infinito, Tom Petty, muerto a los 66 años por un ataque al corazón en Santa Mónica, California, fue el dueño de una pócima indescifrable. Sus canciones contenían esa promesa eterna de vida instantánea y llegaron a ilustrar como pocas en la música popular el sueño perfecto del aquí y ahora, ese momento imbatible donde todo lo importante sucede bajo el embrujo de unos acordes.
El artista murió a las 20.40 de este lunes, hora local, en el hospital UCLA, donde se encontraba ingresado tras ser hallado horas antes inconsciente en su casa. “Estamos desolados de anunciar la muerte prematura de nuestro padre, esposo, hermano, líder y amigo Tom Petty”, anunció en un comunicado su mánager, Tony Dimitriades, en nombre de la familia. Petty estaba en la recta final de una gran gira para celebrar los 40 años de su carrera junto a la banda de acompañamiento de toda su vida, The Heartbreakers. Tras actuar hace tan solo una semana en el legendario Hollywood Bowl de Los Ángeles, le quedaban pendientes dos citas, en Nueva York el 8 y el 9 de noviembre.
Hay cosas que nunca trascendieron mucho en la vida de este icono de la música estadounidense del último medio siglo que tal vez ayudan a explicar por qué Petty, que se ha ido demasiado pronto y por sorpresa, es el magnífico músico que fue. Una especie de mago que estiraba el presente hasta límites imposibles gracias a un don melódico irrepetible. Una de ellas ha sido que vivió una infancia bajo el yugo asfixiante de su padre. Nacido en Gainsneville, Florida, Petty creció bajo los maltratos de un padre severo y mediocre que pagó con su hijo todas sus frustraciones. Nunca entendió que aquel chico tímido hallase refugio en las canciones de Bob Dylan o Elvis Presley, que dijese que escucharlos era como sentir que los marcianos hubiesen llegado a la tierra con un mensaje nuevo. El trauma lo suplió con canciones. Encerrado en su habitación, el joven Petty decidió encontrar la salvación en la música. Y algo más importante, como más de una vez dijo: devolverle a la música todo lo que le dio.
Amparado por su madre, un pilar fundamental en la existencia dolorosa del chaval, Petty pronto formó parte de bandas de instituto hasta que consiguió profesionalizarse más o menos con Mudcrutch. El grupo lo formó con Bruce Felder, hermano del profesor de guitarra de Petty, Don Felder, quien más tarde ingresaría en los Eagles, la banda de country más grande del planeta. Con Bruce y dos amigos más, Mike Campbell y Benmont Tench, Mudcrutch se convirtió rápidamente en una sensación en el Estado de Florida. Con ese rock de toque sureño, impulsado por la voz de soul blanca de Petty, el grupo se hizo muy popular en varias ciudades, pero fue un fracaso a nivel discográfico. No llegaron a registrar más que una serie de canciones y nunca pudieron publicar un disco.
Ante esta situación, Petty se fue a Los Ángeles, uno de los epicentros discográficos de Estados Unidos, con el fin de conseguir grabar un primer álbum. Felder se quedó por el camino, pero no lo hicieron Tench ni Campbell, a los que el músico del flequillo plateado reclutó para su proyecto en California. Dijo Petty en su día que no entendía su vida sin la música ni sabía tener otro lenguaje que no pasara por las canciones y, por tanto, no quería renunciar a su sueño. Era la única vida posible para él. Y así fue. Tom Petty and The Heartbreakers –un nombre que nació medio en broma en una sesión de grabación- nacieron con esa urgencia existencial en sus canciones, como instigando a esas ilusiones de vivir intensamente el presente. En 1976, Petty, dueño absoluto de la banda ante las desavenencias que vivió en Mudcruth, publicó su primer disco con su grupo de acompañamiento, liderado por un fabuloso guitarrista como Campbell, un 24 quilates de las cuerdas y mano derecha de Petty desde entonces.
Desde ese primer álbum, Tom Petty and the Heartbreakers, el grupo caló en la audiencia estadounidense, pero también en la británica. Ese fue un logro que no estaba al alcance de todos, empezando por el referencial Bruce Springsteen, más tarde portavoz del rock and roll norteamericano en todo el planeta. Las canciones de Petty tenían una visión melódica absorbente pero además encajaban de maravilla en el espíritu de la nueva ola británica, amparada por The Faces, The Jam, Nick Lowe, Elvis Costello o Graham Parker. Debido a esa búsqueda de contacto humano instantáneo, propia del mejor pop de todos los tiempos, el rock de Petty guardaba un sutil toque punk, propicio para los tiempos. Su fascinante emergencia emocional quedó también plasmada en discos como You’re Gonna Get It! (1978), Damn the Torpedoes (1979) –tal vez su gran obra maestra- o Hard Promises (1981). En todos ellos, como el mejor Springsteen, Petty radiografiaba al ciudadano medio americano, damnificado por las grandes crisis económica y de valores –Vietnam, Watergate…- que crearon toda una legión gris de operarios a la sombra del sueño americano. Las canciones de Petty no solo eran puro escapismo, acelerando el ritmo vital con arrolladoras melodías guitarreras y ofreciendo historias de huidas a la caza de horizontes imposibles, sino que además, en los mejores casos, se hacían desde un punto de vista femenino, como en American Girl, Refugee, Learning to Fly o Mary Jane’s Last Dance, dando pie a calar profundamente en la psicología de las mujeres, un público que siempre le demostró su admiración.
Con esa visión instrumental y lírica tan esencialmente americana, Petty, un autor que en Europa se movía en los extremos de la admiración sin paliativos y el desconocimiento o indiferencia totales dentro de la parroquia rockera, era profeta en su tierra y un músico entre músicos, admirados por coetáneos y maestros como Dylan, con el que llegó a formar la mejor de la bandas imaginables: los Travelling Willburys. Él, Dylan, George Harrison, Jeff Lyne y Roy Orbison dieron rienda suelta a este juguete en forma de grupo y pasaron a la historia, por su calidad sonora y su diversión contagiosa nacidas de estos colosos, como uno de los mejores regalos musicales del siglo XX.
Petty ponía su pócima al servicio de ese grupo. Esa pócima melódica que, aún hoy, en pleno siglo XXI, es imposible descifrar, como la de la Coca-Cola. Un secreto sonoro que también desarrolló magistralmente en solitario, cuando a finales de los ochenta decidió unilateralmente tirar por su cuenta y detener durante una temporada a los Heartbreakers. Jeff Lyne y Mike Campbell –del único que no se libró en su carrera en solitario- le barnizaron su rock hacia tintes aún más pop. Su pócima volvió a ser un éxito en el delicioso disco Full Moon Feveren 1989. Luego, con la ayuda de Rick Rubin, buscaría un cambio sonoro más anclado en las raíces del folk en el también interesante Wildflowers, en 1994.
Con los Heartbreakers, tal vez una de las mejores formaciones de rock de todos los tiempos por su ejecución certera y sin aspavientos, sacó discos notables hasta el final de sus días, como Echo, The Last Dj o Mojo, con ese blues de carretera dentro. También volvió, décadas después, a reunir a Mudcrutch, llegando a publicar dos álbumes que nunca nadie esperaba.
El adiós de Tom Petty es un duro golpe para la música norteamericana. Este año estaba celebrando los 40 años de carrera con los Heartbreakers. Tocando sus clásicos y agradeciendo a un público fiel como pocos que aquel chaval de Florida maltratado por su padre pudiese haberse dedicado profesionalmente a su sueño. Un sueño que en sus canciones sonaba infinito.