Por Javier Sicilia
El asesinato de la alcaldesa de Temixco, Gisela Mota, puso al descubierto dos cosas que las partidocracias se han negado sistemáticamente a aceptar: la profunda violencia que vive Morelos y la penetración del crimen organizado en las estructuras del Estado. La historia –la misma, con otros nombres, en todo el país– se remonta a 1994, cuando el priista Jorge Carrillo Olea llegó a la gubernatura. Pese al descubrimiento de la implicación de su policía en la ola de secuestros que desde su arribo azotaron a la entidad, y no obstante que, a causa de ello, dejó en 1988 el poder, nunca se tocaron esas estructuras. Continuaron durante los gobiernos panistas de Sergio Estrada Cajigal, sospechoso de tener vínculos con El Azul, y de Marco Antonio Adame, quien se arregló cobardemente con las células de sicarios que quedaron a la deriva tras el asesinato de Beltrán Leyva en 2010 y que, en 2011, costaron la vida a mi hijo y a seis de sus amigos.
La llegada del perredista Graco Ramírez no solucionó el problema. Lo ahondó. Aunque desde el inicio de su mandato tenía una clara radiografía de esos vínculos, no actuó en consecuencia. Recuerdo, en este sentido, el diagnóstico que Alberto Capella me hizo cuando en 2014 fue nombrado comisionado estatal de Seguridad Pública. A mi pregunta: “Explícame, Alberto, cómo es posible que Morelos, el segundo estado más pequeño de la república, que no es Guerrero, Veracruz, Michoacán o Jalisco, que puedes recorrer en un día, tengamos los índices delictivos que tenemos”, Capella respondió: “Mira, en el norte, los cárteles se mueven como células paralelas del Estado que presionan y corrompen a los gobiernos con un poder armamentístico descomunal. Aquí, en cambio, los criminales están en el mismo poder. Son alcaldes, diputados, regidores, que controlan las policías”.
No sólo Graco Ramírez ha hecho acusaciones públicas de ellos –sin que, por desgracia, haya desplegado un trabajo de inteligencia policiaca para procesarlos–; el propio Capella enfrentó y acusó al anterior fiscal, Rodrigo Dorantes –el mismo que creó las fosas de Tetelcingo donde hay enterrados 150 cuerpos, la mayoría sin identificación–, de “opacidad, perversión y falta de transparencia”. Sin embargo, lejos de investigarlo y llamarlo a cuentas, se le premió, a instancias del gobernador, como delegado de la PGR en Durango.
Contra su diagnóstico y la focalización del problema, Graco y la clase política han reducido el asunto a una cuestión de policías y ladrones, es decir, a un tema de delitos comunes. Graco cree, a pesar de tener un buen diagnóstico de la enfermedad, que un mando único –depositado en la figura de Capella– resolverá un cáncer que está en los huesos del sistema. Sus detractores políticos, por el contrario, consideran que es reforzando las policías municipales como el cáncer sanará. Empero, como sucede cuando se ataca el síntoma y no la enfermedad, el resultado es el agravamiento del cuerpo social.
Mientras Graco Ramírez y el recién llegado presidente municipal de Cuernavaca, Cuauhtémoc Blanco, discutían airadamente por el control de la policía y de las balas, a escasos 15 kilómetros de la capital del estado, la también recién llegada alcaldesa Gisela Mota era asesinada en su casa de Temixco. De nada sirvió que Temixco estuviera bajo el control del mando único, como de nada sirvió, en el pasado, que los 33 municipios de Morelos se hallaran controlados por policías locales. Morelos, a lo largo de 21 años, no ha dejado de sufrir las consecuencias del crimen y de la violación a los derechos humanos. En este último sentido, el mando único, al igual que las policías municipales, que ahora le pertenecen, tiene repletos los separos de las fiscalías de muchachos gravemente golpeados, cuyos delitos, cuando realmente los hay, se reducen a la posesión de unos cuantos gramos de mariguana o a hurtos menores.
Mientras tanto, afuera los verdaderos criminales, coludidos con las clases políticas, no sólo continúan extorsionando, secuestrando, asesinando y desmembrando, sino que ahora también asesinan o amenazan a alcaldes. Con ello, Morelos –si los acontecimientos no quedan borrados por el más reciente show mediático, la captura del Chapo– se ha convertido, después de Michoacán, Veracruz y Guerrero, en la nueva punta del iceberg de la realidad criminal del país, cuyo enfermo cuerpo, sumergido bajo la simulación, la mentira y la disputa por el poder, está hecho de redes criminales y políticas. Son ellas las que asesinaron a Gisela; son ellas las que han destrozado a cientos de miles de ciudadanos en todo el país, y desgarrado su vida social y política.
Mientras no se ataque la enfermedad; mientras las partidocracias y los gobiernos continúen consintiendo en la impunidad a quienes usan al Estado para auspiciar el crimen; mientras las fiscalías no pasen a manos de los ciudadanos y dejen de pertenecerle al poder político, y mientras se siga atacando el síntoma con más violencia, el infernal deterioro del país será cada vez mayor.
México –es lo que muestra Morelos– necesita un nuevo pacto social, necesita una cirugía mayor, necesita golpear la estructura profunda del iceberg.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés; detener la guerra; liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado y a todos los presos políticos; hacer justicia a las víctimas de la violencia; juzgar a gobernadores y funcionarios criminales; boicotear las elecciones, y devolverle su programa a Carmen Aristegui.
Fuente: Proceso