El Príncipe Felipe, antes de aceptar (o mejor dicho, para aceptar) ser Felipe VI, podría impulsar un referéndum sobre la Monarquía. ¿Es tan descabellado? ¿No sería esta su primera y gran contribución al país en el que nació para servir a sus intereses?
Por Antoni Gutiérrez-Rubí
El Rey no ha superado la prueba de estrés institucional y político que las graves y acumuladas crisis de imagen y reputación han producido en su entorno (o que ha provocado él mismo). Abdica porque no puede más. Tampoco estaba asegurado que su última ofensiva de imagen produjera réditos positivos con el volumen y caudal de beneficios suficientes como para paliar las graves grietas de confianza en la Corona y en su persona. El deterioro institucional ha ido acompañado de un desgaste físico evidente y, en algunos casos, con una innecesaria exposición pública sobre sus facultades para desarrollar, con normalidad y exigencia, la función de Jefe de Estado.
La abdicación llega en un momento convulso y reabre todas las preguntas sin garantizar suficientes respuestas. El Rey abdica in extremis… en búsqueda de nuevas oportunidades para la Institución y para España, y con el deseo de ser perdonado por el recuerdo y el agradecimiento. Un deseo anhelado y buscado con afán. Abdica por necesidad y urgencia, no por voluntad y tranquilidad. Este va a ser el punto débil del proceso. El Rey, que tuvo un papel destacado en la Transición Española, no ha sido capaz de hacer −en tiempo y forma− la transición de la Monarquía. Su testarudez, sus obsesiones, sus errores y un ego de dimensiones históricas han abocado a la Institución al colapso. Y ahora, como entonces, una parte significativa de la sociedad española se plantea: ¿transición o ruptura? ¿Felipe VI o la III República?
Esta abdicación no va a ser tranquila, aunque se empeñe y lo garantice Rajoy. Obligará a las fuerzas políticas centrales a soportar y apuntalar la sucesión en el peor de los momentos de su credibilidad y legitimidad.
El margen de Felipe VI para sumar a la legitimidad sucesoria y constitucional una dosis adicional −e imprescindible− de legitimidad social y política es estrecho, y muy difícil (a pesar del afecto y reconocimiento que se ha ganado el Príncipe con su preparación y dedicación). Pero también se abren posibilidades desconocidas y no contempladas para crear nuevas condiciones políticas, quizá, de actualización y nuevos pactos de convivencia, como ya anunciara el Rey en su mensaje del año pasado.
El Príncipe Felipe, antes de aceptar (o mejor dicho, para aceptar) ser Felipe VI, podría impulsar un referéndum sobre la Monarquía. ¿Es tan descabellado? ¿No sería esta su primera y gran contribución al país en el que nació para servir a sus intereses? La política reclama osadía. Hacer posible lo necesario. Y no simplemente lo posible. El Príncipe se encuentra frente a un doble desafío: el de la Historia, el linaje, las leyes y los intereses… y el de la sensibilidad de la sociedad española, que antes que súbdita es ciudadana. España está, seguramente, en estado game over. Esta sucesión debe ser gestionada como si fuera una elección… o fracasará en términos de imagen, reputación y consolidación.
En cualquier caso, esta abdicación llega in extremis, con múltiples crisis: económica, territorial, social e institucional. España tiene la autoestima por los suelos, como confirma −sin rodeos− el último barómetro del Real Instituto Elcano. Y la crisis política coincide con una profunda brecha social: el 27,3 % de la población española está en riesgo de marginalidad, según los datos presentados, sin paliativos, en el último INE. Hacer coincidir todos estos desafíos con la sucesión, a la que se llega con la máxima debilidad política e institucional, tiene bastantes riesgos. Y oportunidades.
Espero que el Príncipe, que ha sabido esperar, no tenga ahora prisas. Y que entre las condiciones que debería poner incluya las reformas que su padre y sus coetáneos no fueron capaces de hacer por cobardía, comodidad y conveniencia. ¿Es posible? De ello depende su corona.
Fuente: El País