Por Adolfo Sánchez Rebolledo
Una de las lecciones del debate en torno al salario mínimo impulsado por el Gobierno del Distrito Federal, con la participación destacada de organismos internacionales como la Cepal, ha sido la de mostrar hasta qué punto priva en las cúpulas empresariales y gubernamentales una visión estrecha, absolutamente clasista e incompatible con un verdadero relanzamiento de las potencialidades de la decrépita economía nacional. Lejos de asumir sin afeites la realidad de un mundo difícil de justificar –el de la miseria y la desigualdad–, tanto el Banco de México como la Secretaría del Trabajo se envuelven en la bandera de la austeridad y proclaman a los cuatro vientos que todo aumento al salario mínimo resulta forzosamente inflacionario, aun si se tratara de una revisión a fondo del esquema que lo ha convertido, a lo sumo, en una caricatura contable y, lo peor, en una burla institucionalizada hacia los principios constitucionales que le dieron vigencia.
Las intervenciones de empresarios y funcionarios públicos confirman hasta qué punto el tema salarial forma parte de un prejuicio convertido en supuesta sabiduría económica. El recurso a las generalidades, la ausencia de propuestas concretas para transformar la realidad del mundo del trabajo, forman parte de una ideología que se impuso casi sin resistencia –dado el legado decadente y disgregador del corporativismo– sobre la sociedad. El tránsito del viejo y desgastado nacionalismo revolucionario al consenso de Washington fue posible venciendo cualquier resistencia de los asalariados, tanto los que se alzaban en defensa de los derechos consagrados en la ley como aquellos que, maniatados por las organizaciones sindicales corruptas, al final fueron lanzados a la informalidad que puso de rodillas a la fuerza de trabajo organizada. Es en esta historia, más que en la obsesión electoral o en el economicismo pragmático de las élites, donde radica la debilidad orgánica de nuestra vida pública, la insatisfacción de una sociedad que puede elegir gobernantes pero no tiene voz alguna en la determinación de sus condiciones de existencia. La ausencia de organizaciones legítimas que representen al conjunto de los asalariados (incluyendo al mundo informal) hacen imposible el diálogo social que se pretende importar como sustituto de los mecanismos de negociación previstos por la ley y ahora despojados de todo contenido.
No deja de ser una desgracia que, luego de tantos años de brega por mejorar las condiciones del gobierno, junto con los caciques de la representación empresarial y algunos sindicatos, respondieran a los planteamientos del alcalde capitalino, Miguel Mancera, con un deslavado diagnóstico cargado de lugares comunes que, en rigor, no atienden la gravedad del asunto.
Sin embargo, la cuestión no es un juego, pues como ya advertía Ciro Murayama en un artículo publicado en El País, en México hay 50 millones de trabajadores ocupados, de los que 4 millones no perciben ingresos por su labor y 6.9 millones cobran hasta un salario mínimo. Podría afirmarse que un trabajador que recibe el salario mínimo, y no son pocos, está ubicado en la pobreza, razón suficiente para revisar qué pasa con dicho salario y la necesidad de fijar criterios más justos que los actuales. En general, las tendencias registradas desde décadas atrás marcan la creciente distancia entre la porción de la riqueza económica generada que toca al capital y sus dueños y la que corresponde a los trabajadores, que constituyen la enorme mayoría poblacional”. En rigor, explica el autor citado, sin el deterioro del ingreso de los trabajadores es difícil explicar que en México 45.5 por ciento de la población se encuentre en una situación de pobreza, lo que implica 53.3 millones de pobres en un país catalogado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) como de desarrollo humano elevado.
Aunque no fuera más que por esos datos, parecería lógico que las voces de alarma se escucharan incluso en los sectores más conservadores adictos al programa neoliberal, sobre todo ahora que han concluido las reformas legales que –según la Presidencia, socios y aliados– volcarán al país en un océano de inminente prosperidad, aunque ninguno se atreva a pronosticar cuáles serán los ajustes estructurales necesarios para darle curso al nuevo modelo. Pero lo optimistas, que ven en la participación privada una suerte de varita mágica para revertir el estancamiento, no han vacilado en rechazar cualquier otra propuesta que escape a la ortodoxia que ata al país al barco del atraso, la pobreza y la desigualdad. Está visto y probado que las fuerzas vivas que han impuesto su visión (aun careciendo de un proyecto de país) no están dispuestas a cambiar el orden actual de las cosas, sacrificando una parte mínima de sus privilegios en aras de una mejoría del bienestar general. Después de la ronda de reformas encabezadas por el presidente Peña Nieto, poco queda a la imaginación, pero una cosa es segura: México no podrá avanzar en serio sin reformar el mundo del trabajo, sin dejar en el pasado las fórmulas más oprobiosas de expoliación y sin regenerar los derechos que los convierten en sujetos plenos y conscientes frente a la lógica de las ganancias.
Fuente: La Jornada