Por Juan Pablo Proal
Para ningún periódico ameritó ser tema de portada. Algunos automovilistas en Jalapa, Veracruz, tocaron el claxon para exigirles que dejaran de obstruir la calle. No pocos directivos de medios de comunicación demandaron a sus reporteros no participar en la protesta. Y la mayoría de la sociedad civil fue indiferente. Estas fueron las respuestas predominantes a las marchas del pasado 28 de abril para exigir un cese a las agresiones contra la libertad de expresión.
No es diferente el trato de la sociedad hacia la Asociación Mexicana de Niños Robados, el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, Bordar por la Paz, Padres de la Guardería ABC y decenas de organizaciones civiles que intentan poner de su parte para frenar la vorágine de abusos, corrupción, impunidad y violencia que dinamitan el país.
“Las marchas no sirven para nada”. “Los periodistas no son noticia”. “El narco se detiene legalizando la droga”. “Hay que proponer y no andar de revoltosos”. Bajo la lógica de que mientras no me pase a mí es un problema lejano, los pretextos y la indolencia forman parte de la posición de vida generalizada ante el diluvio de sangre que pudre a México.
Este es uno de los países más peligrosos para ejercer el periodismo. La Comisión Nacional de Derechos Humanos ha contabilizado en los últimos doce años 82 homicidios contra periodistas, 18 desapariciones y 33 atentados contra medios de comunicación. Tan sólo el año pasado se registraron ocho asesinatos y cuatro desapariciones. En lo que va de 2013 suman seis agresiones físicas, cinco secuestros, cinco ataques y un homicidio. No son simples números o estadísticas. Hablamos de viudas, huérfanos, tortura, horas de dolor, desesperación y vidas mutiladas.
¿Merecen los periodistas un trato privilegiado? Desde luego que no, hablamos de ciudadanos con los mismos derechos y obligaciones que los demás. Sin embargo, agredir a un reportero es atentar contra la libertad de expresión. Cada comunicador asesinado es una voz silenciada, un triunfo de la violencia. Muchos periódicos incluso han decidido no informar más sobre las actividades del narcotráfico, el caso más reciente es Zócalo, de Coahuila.
Sobran puntos geográficos donde los habitantes no son informados sobre el nivel de agresiones que se cometen en su contra, siendo Nuevo León, Tamaulipas, Coahuila y Veracruz los casos más visibles. En respuesta, se han conformado iniciativas ciudadanas para mantener comunicada a la sociedad, como el caso de la página de Facebook “Valor por Tamaulipas”, que advierte a sus lectores de secuestros, actividades irregulares y crímenes cometidos en el estado. Pero ni siquiera los llamados “periodistas ciudadanos” se salvan de las agresiones, el administrador de dicho sitio ha sido amenazado de muerte y en 2011 fueron asesinados cuatro informadores de redes sociales en Nuevo Laredo, dos colgados en un puente y un par más decapitado.
El vacío de los dueños de los medios de comunicación y las “grandes figuras de opinión pública” a la marcha de periodistas contribuye a reforzar la agenda del poder y robustece la impunidad de los criminales. ¿Dónde estaban todos esos hombres trajeados que pregonan defender la verdad en sus anuncios radiofónicos?, ¿Dónde se encontraban los dueños de esos medios que le presumen a sus lectores ser unos paladines de la democracia? Son los mismos hipócritas que se venden como “imparciales” pero reprimen a sus trabajadores, les pagan sueldos míseros, cortan su libertad de expresión y anualmente les mutilan sus prestaciones. Son los que sexenio a sexenio alaban al presidente entrante y queman vivo al saliente. Son los privilegiados de solapar la corrupción.
La enclenque solidaridad de la sociedad civil hacia los periodistas es la misma indiferencia que sufren las decenas de organizaciones que luchan por ponerle un alto al sufrimiento y los dolores del país. Vemos las desnutridas manifestaciones de los familiares de las víctimas del narcotráfico, de los comuneros que defienden sus tierras, de luchadores ambientalistas tildados de “revoltosos” y de voceros que invitan a aniquilar a los grupos ciclistas que buscan ciudades más limpias.
La lógica predominante es ridiculizar a quien ve por su prójimo. Lo que vale, de acuerdo con los valores de esta época, es el individualismo, trabajar todo el día para adquirir baratijas con tarjeta de crédito, moldear el cuerpo, y “ser alguien en la vida”. Y eso, desde luego, es absolutamente incompatible con ser solidario con el marginado y el agredido.
Mientras tanto, el discurso del poder se ha vuelto a modificar. Para el gobierno de Enrique Peña Nieto la violencia de los grupos criminales no es un tema importante. Hay que hablar de lo bonito, de las galletas Quaker, de las virtudes de Rosario Robles y las hermosas playas del país. Es la misma retórica de la visita de Barack Obama a México. Para ellos la violencia es tema archivado.
Sólo que, en el día a día, el asfalto de nuestras ciudades aún amanece con descuartizados. Los migrantes centroamericanos siguen padeciendo un doloroso infierno a su paso por el país. Los jóvenes vulnerables son aspirados por la perversa máquina de los grupos criminales. “Los Zetas” continúan imponiendo su crueldad en los puntos que controlan y el “Chapo” Guzmán tiene terreno libre para circular por donde quiera. Nada ha cambiado.
Es, cuando menos, un acto de estupidez reproducir el discurso de olvido del poder. Salvo contadas y poderosas excepciones, todos y cada uno de nosotros estamos expuestos a sufrir una tragedia vinculada con los grupos delictivos. No hay quien se salve. Por lo anterior, es un suicidio colectivo bularnos y dejar morir a cualquier iniciativa que contribuya a ponerle un freno a la vorágine carnicería en que se ha convertido México.
Dejar solos a los periodistas, a las madres, a los huérfanos, a los migrantes, a los comuneros, a los ecologistas, a los ciclistas, a los sacerdotes combativos y a los defensores de los derechos humanos es levantarle la mano a los verdugos de la muerte. La indiferencia individual es un paso más hacia el suicidio colectivo.
Fuente: www.juanpabloproal.com