Por Rolando Cordera
La presencia conspicua de jóvenes y niños en hechos relacionados con el crimen organizado; la proclividad a la violencia por parte de grupos juveniles, sea en la política de masas y movilización como aconteció el pasado primero de diciembre o en el reventón cotidiano; el vandalismo, balbuceante y no, agresivo y abierto, como ha vuelto a ocurrir en la UNAM; en fin, las historias, los datos y las cifras que le dan color y vida a la inercia de los millones de muchachos que ni estudian ni trabajan, deberían constituir argumentos de primera mano, prima facie diría el jurisconsulto, a favor de una acción de fondo, a la vez que de emergencia, en materia educativa.
Sin embargo, si atendemos a la retórica dominante en el caso de la protesta magisterial en Oaxaca, Guerrero o Michoacán, tanto de parte de los protestantes como de la usada por la autoridad local y federal, no parece que sea la educación la que está en juego sino las interpretaciones de cada quien sobre lo que son sus derechos, atribuciones o prebendas, según los entienda el interlocutor del caso. Qué y cómo instruir y educar; y para qué, son preguntas iniciales que sólo merecen respuestas vagas o generales, cuando no estridentes y estentóreas convertidas en consigna de auto ayuda para los marchantes.
Las advertencias que un día y otro también emite el secretario de Educación se topan a medio camino con bravatas y reclamos de los dirigentes de la CNTE y sucursales y siglas derivadas, para conformar un escenario de confrontación y suma cero que sólo podrá ser roto por la vía de un diálogo racional y nacional que no se puede reducir al intercambio propio del juego del gallo y la gallina. Por fortuna, tenemos ya en el Congreso de la Unión las iniciativas sobre la legislación secundaria de las reformas constitucionales, donde se le verán (o no) las uñas al diablo y los profesores y los varios cruzados de la educación de calidad tendrán que mostrar algo más que sus respectivos ingenios y humores.
Conforme a la moda y la cultura dominantes, se ha intentado vender la reforma de la educación nacional apelando a sus potencialidades económicas: será gracias a la educación, de calidad por supuesto, que México será más y más competitivo, se convertirá en indómito jaguar y se comerá a los dragones de oriente. Será gracias a los frutos de la nueva educación, como las empresas ganarán valor y forjarán cadenas indisolubles de eficiencia y, no faltaba más, competitividad sistémica. Será, en fin, gracias a la educación como seremos buenos, libres y mejores.
La verdad, es pedirle demasiado a unos procesos cuyos resultados no pueden ser vistos ni recibidos, mucho menos usufructuados, en el corto o mediano plazos. Tampoco puede esperarse que funcionen como medicinas milagro y den lugar a las transformaciones productivas y económicas en general, que los gobiernos y las capas empresariales no han acometido por décadas y más bien han contrarrestado con la peor de las necedades en materia de política económica, al reducirla a tareas de estabilización a ultranza sin prestar la mínima atención a lo que constituye la clave del progreso económico: la acumulación de capital y la innovación tecnológica.
Lo más grave de la arena construida en torno a la tragedia educativa nacional, es el olvido o el soslayo del estado en que se encuentra la materia prima insustituible del proceso educacional en su conjunto. Sin asumir el estado de desastre en que hoy se encuentran millones de hogares en el campo y la ciudad; sin admitir y poner en el centro la pobreza y el empobrecimiento mayores de los niños de México; sin darle su lugar a la otra tragedia que vino con nuestra modernización salvaje de las últimas décadas, resumida en la erosión del cuidado infantil y la inexistencia de sucedáneos al papel de las madres volcadas al trabajo asalariado, como ocurrió en el norte y las maquilas, no podrá el país, ni el gobierno ni la CNTE, con sus respectivos y logreros aliados de ocasión, darle a la reforma educativa la dimensión transformadora que todos suponemos debe tener.
Será, en el mejor de los casos, un juego de poder que como fuego fatuo redundará en la más atroz de las descalificaciones, porque será hecha sobre el ser del futuro que son los niños de hoy.
Así lo han documentado para todos, sin que hayamos hecho el menor caso, la Unicef y el Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social, en su estrujante informe Pobreza y derechos sociales de niñas, niños y adolescentes en México, 2008-2010. Como lo postula Mario Luis Fuentes en la revista México Social en su número de abril, México es un país inapropiado para la niñez y, (por eso), es un país inapropiado para todas y todos (México Social, 04/13, Editorial, p. 2).
Fuente: La Jornada