Adolfo Sánchez Rebolledo
Sin buscar explicaciones enrevesadas, es obvio que México vive inmerso en una suerte de disonancia permanente. Existe, por decir lo menos, una grieta enorme entre lo que la gente percibe, siente o piensa y las razones que las autoridades (de cualquier tipo) aducen para justificar determinadas conductas o actuaciones.
Pongamos por caso, la aplicación de la ley. ¿Puede haber para los mexicanos algo más intrínsecamente engañoso o contradictorio que la justicia? Se presume que vivimos en un estado de derecho, pero buena parte de la población –y no necesariamente sólo la más iletrada– desconfía de la imparcialidad de los jueces y agentes del Ministerio Público pues supone que detrás de cada acusación o cada fallo hay un interés particular, concreto y medible, pero finalmente ilegítimo. La legalidad funciona, se da por sentado, para quien puede comprarla, como si fuera una mercancía más.
La impunidad es la regla de oro que mantiene en orden las piezas del rompecabezas, tan estrechamente asido a las redes del poder, a la desigualdad como expresión permanente de una sociedad rota y enfrentada a sí misma. Esa idea, favorecida por la telaraña de corruptelas que anuda espacios considerables de la vida pública, es tan fuerte y está tan arraigada que eliminarla parece una tarea titánica, incumplible en el lapso de una generación, sobre todo si al mismo tiempo no se reforman los cimientos mismos de la sociedad y si, en vez de promover una pedagogía de la legalidad, algunas figuras públicas e instituciones promueven la crispación y la duda, atizan la sospecha o parten de la ilusión formalista de considerar como dado el estado de derecho, cuando en el mejor de los casos se trata de una aspiración, de un objetivo a alcanzar y no de una realidad incuestionable.
Cuando la Suprema Corte de Justicia de la Nación favoreció hace unos años la legislación que aprueba el matrimonio entre personas del mismo sexo, un cardenal salió a decir sin pudor (ni prueba alguna) que los magistrados fueron maiceados, como si poner en duda la verdad moral de una cierta confesión religiosa justificara la obvia difamación. Cada vez que el máximo tribunal se pronuncia sobre un tema importante se cuestionan las intenciones secretas de los jueces, más que las razones jurídicas, normalmente aducidas, también hay que decirlo, sin interés de educar o subir la comprensión media del ciudadano. Paradójicamente, a los magistrados, vistos a partir del sentido común, se les presume puros, ajenos casi a la vida social (despersonalización a la que ellos contribuyen cada vez que se declaran blindados contra las presiones del mundo exterior), pero en cuanto surge una cuestión debatible todo se reduce a descubrir quién está detrás, a quién sirven, en ocasiones siguiendo preguntas nada ingenuas inscritas en el libreto que prescribe cómo hacer de estos bandazos de pasiones confrontadas un juego de presiones políticas a varias bandas, con lo cual se empobrece la escena nacional y se degrada la valoración de la acción de la justicia.
De ahí que a la hora de pensar en un acuerdo en lo fundamental, como diría en su tiempo Otero, lo primero que tendría que pactarse en serio y a fondo sería un piso común de respeto ante la ley y los mecanismos de aplicación de la justicia, mejorados y fiscalizados como es natural y necesario. Superar la corrupción, la colusión con los que pagan y mandan, en fin la mímesis con los delincuentes, es hoy un objetivo nacional.
¿Puede alguien asombrarse por la reacción ciudadana ante la liberación de la secuestradora Florence Cassez, cuyo caso se convirtió para el gobierno anterior en una cuestión de Estado (sin serlo, pese a las gesticulaciones ridículas de Nicolas Sarkozy), si el asunto del debido proceso irrumpe ante la opinión pública como si fuera una cortina de humo y no el corazón mismo de la justicia? Al parecer, también la Suprema Corte advirtió a posteriori que sus razones no eran lo suficientemente explicativas para satisfacer las inquietudes suscitadas y divulgó una definición que retomo de La Jornada: el debido proceso, escribe, “es el respeto a los derechos de una persona durante un juicio –incluso desde la propia averiguación previa–, plasmados en la Constitución y en los tratados internacionales, encaminados a la obtención de una resolución equilibrada y justa”.
Ese es el nivel en el que estamos. Naturalmente que en México, la promesa contenida en la oferta de debido proceso, suena a quimera, pues es sabido –y sufrido– el infierno al que se ven sometidos los presuntos culpables que pueblan las cárceles, muy a pesar de los avances logrados en materia de derechos humanos. Y, sin embargo, la exigencia de la aplicación estricta del debido proceso es una necesidad ineludible para resolver la trágica situación en la que se encuentran miles de detenidos arbitrariamente, sujetos a procesos que darían vergüenza en otros países. Rectificar en este sentido, hay que reafirmarlo, es la única garantía que tenemos para comenzar a ver el final del túnel, así moleste a los que han hecho de todo esto un mal espectáculo mediático.
PD. Seguramente el señor Cristalinas (así se apellida) tiene el tinglado muy en regla para demostrar la transparencia de sus asertos sobre las cuentas de las campañas presidenciales (o habrá que esperar a que los afectados recurran si es necesario al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación). Pero sus conclusiones no nos ahorrarán una nueva vuelta de tuerca a favor de la desconfianza que corroe a las instituciones, incluyendo al IFE. Exonera a quien se le atribuían los mayores excesos y se castiga al que hizo las mayores denuncias. Peligroso juego de espejos. La paradoja envenenada del señor Cristalinas, a querer o no, se instala en el juego político. El árbitro también quiere meter goles.
Fuente: La Jornada