Adolfo Sánchez Rebolledo
El Pacto por México, esa fruta caída del árbol de la izquierda, le permitió al nuevo gobierno ganar tiempo, destrabar viejos cerrojos y reafirmar su razón de ser sin graves contratiempos (incluso con oleadas de optimismo), mientras la realidad dejaba ver los pesados síntomas del cansancio que fatiga nuestra convivencia. Durante este lapso, la palabra diálogo adquirió brillos nuevos, incluso se habló de coalición, pero la negociación jamás perdió el aire oscuro que la ha desacreditado ante la sociedad.
Muchas promesas, abundante ruido mediático, pocos logros fuera del papel, ciertos avances particulares, pero la suma de los temas urgentes no hace de un listado una estrategia racional, aunque tácitamente hay un sentido, una urgencia: en este caso lo más importante para Peña Nieto era asegurarse de completar el ciclo privatizador inaugurado con el adelgazamiento del Estado a raíz del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, tal y como lo venían pidiendo los grupos de poder integracionistas vinculados a la gran empresa.
Faltaba la piedra angular: la reforma constitucional para permitir la participación de las inversiones privadas en materia energética, hasta hoy reservadas a la nación. Ese era el objetivo no negociable, con o sin el pacto, la racionalidad que articula el reformismo cupular. De ahí las prisas, las contradicciones formales, el desaseo jurídico que desfigura la Constitución, como brillantemente ha denunciado Diego Valadés al reseñar los transitorios surgidos del envión reformista, mientras llegan las leyes secundarias, es decir, el remate de garaje con el que se pretenderá repartir el botín.
El capítulo del TLC que mantenía al petróleo como barrera infranqueable a la avaricia trasnacional habrá desaparecido toda ambigüedad al respecto. Estos objetivos no se habrían alcanzado –al menos por el Senado– sin la mezquina actuación del PAN, que supo chantajear al PRI vendiéndole lamentables reformas a medios chiles, como la electoral, por ejemplo, pues de otro modo la Presidencia de la República se habría visto en problemas para responder al grupo de poder que domina el capitalismo mexicano y decide los grandes trazos del rumbo general.
Contra lo que dicen los más autocomplacientes defensores de esta reforma, ésta no es el epitafio al pasado cardenista o a la historia de un México adolorido e irredento, sino la despedida de cualquier proyecto nacional que asuma la necesidad de pensar por cuenta propia la mejor manera de insertarnos en el mundo interdependiente y globalizado de hoy, cuya crisis debiera impedirnos asumir algunas recetas como paradigmas.
Hasta ahora, la hipótesis democrática se reconocía en la pluralidad de los actores políticos como representantes de intereses distintos pero sobre todo en la aceptación racional de las vigas maestras del texto constitucional, sobre todo el artículo 27, ya de suyo erosionado para ajustar las definiciones y los alcances de la propiedad a las necesidades de expansión de los capitales, como ocurrió, justamente, con el mundo rural. Ahora damos otro paso al vacío del que nadie, por desgracia, se hace responsable.
Es reprochable que el gobierno aliente esta aventura sin medir las consecuencias sobre una sociedad polarizada por la desigualdad y atemorizada por la violencia criminal. La responsabilidad de los priístas es enorme e intransferible. En lugar de revalorizar el papel del Estado en un esquema diferente al de la institucionalización burocrática, el gobierno actual coquetea con la idea de la recentralización asumiendo para todo fin práctico que la representación del México social, democrático, carece de sentido, pues el progreso, el desarrollo, será una función directa de la actividad productiva y financiera, es decir, del lucro del mercado sin reguladores serios.
Ante estos hechos, las izquierdas se han planteado la celebración de una consulta popular para 2015, capaz de revertir la reforma que es lesiva para el interés nacional. Sin duda hay que apoyarla, aunque es obvio que habrá que trabajar mucho para llevarla a buen puerto. El sentido común no es suficiente para movilizar a millones; tampoco los buenos deseos, si bien la consulta puede ser impulsada por diversos partidos y organizaciones.
Sin embargo, reconociendo que los parlamentarios de la izquierda han dado argumentos razonables, los cuales fueron sistemáticamente rechazados o desoídos sin discutir, tampoco es un secreto que la falta de convergencia de los partidarios del rescate del petróleo ha limitado el efecto de la protesta, pues la división (cuando hay tantas coincidencias) subestima la capacidad manipuladora de los medios y el efecto negativo que en muchos lectores y comentaristas tiene la asunción acrítica de que no hay otra alternativa, cuestión ideológica de fondo que campea en toda la sociedad, a pesar de las muestras inequívocas de irritación registradas en amplios sectores de la sociedad civil.
Está visto que hay que fortalecer la protesta puntual, pero será difícil sin convencer y organizar a millones engañados por las falsa promesas de que bajará la luz, habrá empleo y, admírese, la corrupción galopante: las fuerzas progresistas tendrán que replantearse el tema de la construcción de una mayoría nacional que incida en el Congreso y en la organización de la sociedad, en el debate público y en la elaboración de alternativas en consonancia con los intereses reales de la población, partiendo de las necesidades más urgentes de los desposeídos en la perspectiva de producir un cambio político real. En otras palabras, las izquierdas están obligadas a reflexionar sobre su futuro.
Por lo pronto habrá que valorar con cuidado qué viene. Ya es un mal signo que la reforma del DF se quede a las puertas del ruedo mientras se pasa una ley antimanifestaciones de clara intención represiva.
PD. Honor a Mandela. Lógica la presencia de Raúl y esperanzador el gesto civilizado de Obama.