Por Javier Sicilia
Casi un año después de las muertes de Vicente Leñero y de Julio Scherer, el 23 de diciembre Enrique Maza –el padre Maza, como lo llamábamos– partió también. Con él se cierra el ciclo de quienes fundaron Proceso e hicieron del periodismo libre, es decir de la verdad, su casa y su herencia. Sin ellos el periodismo hoy no tendría ninguna capacidad de resistir las tentaciones del poder por silenciarlo. Maza, a diferencia de Vicente Leñero, no fue un periodista escritor. Tampoco, como lo fue Julio Scherer, un periodista puro. Fue un periodista sacerdote.
Formado en la Compañía de Jesús –donde además de la filosofía y la teología estudió periodismo e hizo una maestría en ciencias sociales–, Maza encontró profundos vasos comunicantes entre el periodismo y la sentencia de Jesús: “La verdad los hará libres”.
Su mundo, por lo mismo, no fue la doctrina católica, sino el Evangelio en los tiempos de hoy y la palabra como reveladora de ese mensaje: “Mi sacerdocio –reveló en la entrevista que le concedió a Silvia Isabel Gámez en 2009– no ha consistido en decir rosarios, misas y confesar; rara vez hice esas cosas. Mi apostolado era otro, como Jesús, el supremo sacerdote que se dedicó a recorrer Palestina hablando y tratando de convertir a los demás, denunciando a quienes explotaban al pueblo”.
Fiel a esa vocación que nunca abandonó, combatió desde la trinchera de Excélsior (1964-1976) y luego en la de Proceso, que ayudó a fundar, los abusos del poder del Estado y de la institución clerical.
“La Iglesia”, afirmó en esa misma entrevista, “no ha predicado la Biblia, sino su propia doctrina, hasta distorsionar su mensaje y el Evangelio”. Siempre del lado de los pobres, de los desplazados, de los humillados, Maza, con su palabra, defendió a los indígenas, a los migrantes, a los homosexuales. Algunos de los títulos de los libros que escribió lo revelan con claridad: Libertad de expresión en la Iglesia, La cara oculta de la migración y Rostros del hombre.
A raíz de su libro, El Diablo. Orígenes de un mito (Océano, 1999), donde denuncia la idea del Diablo como una coartada para quitarle responsabilidad al hombre en el mal que genera su libertad, la Congregación para la Doctrina de la Fe –lo que antiguamente era la Inquisición– le exigió que se retractara de su contenido. Maza se negó sin apartarse de la Iglesia que siempre miró como el pueblo de Dios.
Comprometido con su carisma sacerdotal, con su palabra y su fidelidad al Evangelio, Enrique Maza fue alcanzado por esa enfermedad de la memoria, el Alzheimer. Poco a poco su palabra profética fue dejando de aparecer en Proceso.
En 2010 –lo he contado en otra parte– Julio Scherer, Vicente Leñero y yo decidimos reunirnos una vez por semana en las oficinas de Proceso para hablar de la muerte y de Dios. Julio Scherer quiso que, a pesar de su enfermedad, invitáramos al padre Maza. Supongo que don Julio veía en ello una forma de estimular la memoria de Enrique. Asistió a las tres primeras reuniones. Era duro ver a ese hombre, siempre dispuesto a la discusión y al diálogo, sumido en un mutismo distante. De vez en vez, cuando las tinieblas de su mente se apartaban, tomaba la palabra y hacía alguna precisión, algún comentario, para volver a sumirse en un silencio distante. Dejó de ir. Yo pensaba que moriría antes que don Julio y que Vicente. No fue así. Los sobrevivió un año en silencio, ajeno al mundo que combatió con su palabra.
Pienso a veces, para consolarme, que en esa enfermedad, de la que sabemos poco, el padre Maza había conquistado la mirada de la contemplación beatífica. “Recuerda –lo escucho decir en mi interior–, que la verdad te hará siempre libre. Nunca la abandones”.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, boicotear las elecciones, y devolverle su programa a Carmen Aristegui.
Fuente: Proceso