Por Carlos Miguélez Monroy
Jorge Fernández Díaz, ministro del interior de España, sostenía que el matrimonio entre personas del mismo sexo no merece la misma protección jurídica por no garantizar la pervivencia de la especie. Lo decía en un coloquio sobre Religión y Espacio Público celebrado en la embajada española ante el Vaticano.
Además de considerar su participación una extralimitación en sus funciones, muchos han vuelto a desmontar la reincidente confusión entre sexualidad y reproducción por parte de sectores intransigentes. Al insinuar que la protección jurídica debe ir en función de la capacidad reproductiva, excluyen no sólo a homosexuales, sino también a parejas heterosexuales que no pueden o no quieren tener hijos por distintas circunstancias.
No se entiende entonces por qué muchos defensores del matrimonio hombre-mujer “por el bien de la especie” se oponen a que mujeres lesbianas tengan hijos por medio de una inseminación artificial. Con este tipo de “argumentos racionales”, cuestionan la decisión de muchas mujeres al tener hijos con distintas técnicas reproductivas porque no han encontrado pareja o no la han querido encontrar. Argumentan que, al atacar el matrimonio tradicional, estas “familias atípicas” amenazan la institución que según ellos garantiza la pervivencia de la especie. También les preocuparán las madres solteras que no vuelvan a casarse para tener más hijos, o las parejas que deciden adoptar niños en lugar de tenerlos.
Hace unos años, estos mismos agoreros reaccionaban contra la aprobación de leyes para el divorcio. Pero estas leyes no han provocado ninguna separación. Tan sólo han facilitado el camino de quienes dormían en la misma casa pero habían dejado de vivir juntos, de mirar en la misma dirección. Para muchos, puso fin a las temporadas de tensiones y discusiones frente a los niños o de sufrimiento en silencio.
La ley de matrimonio homosexual no obliga a nadie a dejar a su pareja actual para casarse con una de su mismo sexo. Con leyes que reconocen la igualdad de derechos, las personas pueden asumirse a sí mismas con coherencia, sin necesidad de esconderse y de aparentar, en contra de su propia conciencia, sobre todo cuando no hacen daño a los demás. Esa rigidez ha provocado esquizofrenia social y manifestaciones rocambolescas de lo que podría asumirse sin complejos. La gente tendrá derecho a celebrar las fiestas del “Orgullo Gay”, pero ciertos simplismos conducen a la creencia de que esas celebraciones representan toda una opción personal de vida.
Hay personas que aún hablan de enfermedad para referirse a la homosexualidad y, con toda intención, utilizan el término “homosexualismo”. Pero la salud se refiere a un estado general de bienestar, como la define la propia Organización Mundial de la Salud. Ese bienestar sólo puede producirse en sociedades donde se asuman con naturalidad y respeto otras opciones de vida.
La pervivencia de la especie no está amenazada por el matrimonio homosexual, sino por una explosión demográfica que provoca hambre y miseria, que agrede el planeta y que provoca guerras por controlar materias primas clave. No tiene sentido atacar el matrimonio homosexual por la pervivencia de la especie y, al mismo tiempo, oponerse a la educación sexual y a la utilización de anticonceptivos para frenarla explosión demográfica. Las personas tienen derecho a disfrutar de una sexualidad responsable con dimensiones que van más allá de engendrar.
La familia necesita menos manifestaciones “pro-vida” o contra los matrimonios de personas del mismo sexo que medidas para facilitar la maternidad y la paternidad responsables. Muchas familias reclaman alquileres más baratos, que se prolonguen y mejoren la baja maternal y la paternal para criar a los hijos en las mejores condiciones posibles; que se ajusten los precios de las guarderías y se fortalezca la educación pública. Pero su desmantelamiento, que promueven muchos supuestos defensores de la familia con el pretexto de la crisis, convierte la educación en un privilegio que cada vez menos familias podrán pagar. Esta degradación beneficia a la educación privada y a los llamados colegios “concertados”, que muchos consideran privados que reciben fondos públicos. En muchos de estos colegios se adoctrina a los niños en lugar de educarlos para convertirse en ciudadanos responsables que respeten tanto a la familia tradicional como a otras opciones de vida.
Carlos Miguélez Monroy
Periodista, coordinador del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)
ccs@solidarios.org.es
Twitter: @cmiguelez