Por Javier Hernández Valencia*
Para ilustrar la virtud cíclica de los acontecimientos y su repetición arquetípica –el “eterno retorno” del cual escribió Mircea Eliade–, los antiguos egipcios, griegos y hasta las tribus nórdicas emplearon la imagen del uróboro, un reptil que muerde su propia cola con el afán de engullirla. El mismo día en que en México y el mundo nos horrorizamos con los sucesos en Iguala, Guerrero, atribuidos directamente a funcionarios policiales, autoridades municipales y otros participantes, que derivaron en la muerte de seis personas, heridas de otras 20 y la desaparición forzada de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, yo publiqué en el diario Reforma un texto que se refería al “torrente de noticias que a nivel nacional e internacional han convertido el nombre de Tlatlaya en el epicentro de serios debates y urgentes decisiones”. El insaciable uróboro no ayuna en México.
Escribo estas líneas convencido de la creciente y acelerada permutabilidad de los hechos, lugares y gente, turbado por los nombres emblemáticos que se suceden y reemplazan: Iguala/Ayotzinapa, Tlatlaya, Discoteca Heaven, casino Royale, San Fernando, Guardería ABC, discoteca New’s Divine… y la lista de gravísimos casos empieza a erigirse como un tzompantli. No debemos doblegarnos a adorarlo a la fuerza ni resignarnos a convivir a su sombra en aroma de flores de cempasúchil.
El presidente de la República, Enrique Peña Nieto, se dirigió a la nación diciendo que “(…) en la tragedia de Iguala se combinaron condiciones inaceptables de debilidad institucional (…) a raíz de la tragedia de Iguala (…) una sociedad hoy alza su voz para decir: Ya basta (…) (y) tod(o)as coinciden en un punto fundamental: que México no puede seguir así. Y tienen razón. Después de Iguala, México debe cambiar”. Se trata de palabras tan arraigadas al contexto que es deber de todo/as tomarlas con suma atención.
Y quienes hoy prestan atención son quienes desde hace mucho tiempo advirtieron y desentrañaron la perversa naturaleza del uróboro y su implacable afán de cebarse de violencia, muerte, corrupción e impunidad. Así lo reconoce incluso el presidente: se trata de “personas que han salido a las calles, en México y en distintas partes del mundo; (con) expresiones de solidaridad con los estudiantes de Ayotzinapa, de artistas, intelectuales y deportistas; (de) miles de inconformidades difundidas en redes sociales, así como (de) opiniones de articulistas y columnistas”.
El eje del combate y la respuesta a la tragedia de Iguala (nombre intercambiable) se movió fuera de las institucionalidades y se asienta en calles, plazas, aulas, gremios, cristalizando voces de diferentes, sucesivos y convergentes procesos, para encontrar con vida a los 43 normalistas y para dar también con el paradero de, por ejemplo, José Antonio Robles Fernández o cualquiera de los que engrosan la lista oficial de “personas no localizadas”; y por supuesto para desentrañar las autorías materiales e intelectuales de los asesinatos de Regina Martínez, Marisela Escobedo; y sin duda para acoger con respeto y dignidad a toda víctima y ser querido que busca justicia por casos de desaparición forzada, ejecución extrajudicial y tortura, conductas puestas de manera preponderante, sin ir muy lejos, en la mira de la agenda legislativa propuesta por el presidente.
Entender cabalmente este traslado de los espacios al ámbito de las manifestaciones implica aceptar que el ejercicio vigoroso del derecho a la libertad de reunión pacífica “sirve de cauce para el ejercicio de muchos otros derechos”, y para las autoridades “debe presuponerse que las reuniones públicas serán lícitas y pacíficas”, como señala el relator especial sobre los derechos a la libertad de reunión pacífica y de asociación, Maina Kiai, (A/HRC/20/27).
Es por esa razón que la ONU-DH que encabezo en México, además de monitorear y documentar los hechos violentos de Iguala y muchos otros casos en los que emitimos posición pública, observó de manera presencial las marchas y manifestaciones del 20 de noviembre y 1 de diciembre que culminaron en el Zócalo de la Ciudad de México, en las cuales vastos sectores invocaron y ejercieron su derecho legítimo a expresar su solidaridad con las víctimas y familiares afectados, así como sus exigencias a las autoridades mexicanas.
Sin dejar de tomar nota de los hechos aislados de violencia ocurridos a continuación de ambas exitosas convocatorias, y ciertamente rechazando las prácticas violentas que atentan contra el derecho a la libertad de reunión pacífica, resulta meridianamente claro que las autoridades requieren hacer esfuerzos redoblados y continuos para evitar un uso de la fuerza desproporcionado y no ajustado a los principios de racionalidad. Por nuestra parte, al estar en contacto con autoridades, OSC, abogado/as y defensore/as que se hacen cargo de las personas detenidas, incluso visitando a algunas de ellas en Tepic, Nayarit, recibimos las denuncias sobre los malos tratos recibidos y sobre las dificultades recurrentes para acceder a un/a abogado/a de su elección y para que esto/as puedan tener acceso a los expedientes.
En momentos en los que baja ostensiblemente la confianza ciudadana hacia las autoridades e instituciones y ello se expresa en las calles, es urgente que las autoridades sean capaces de distinguir el uróboro y, como en el Canto para matar una culebra que aprendimos a entonar con Inti-Illimani, vean sus ojos de vidrio sin dejarse hipnotizar: la tarea es fortalecer el derecho a la libertad de reunión pacífica y la protesta social; el deber de las autoridades es, pues, asegurar un contexto respetuoso y pacífico en el que la ciudadanía pueda expresar su indignación, sin temor de vulneraciones a su integridad o cualquier otro tipo de represalia.
Para que “después de Iguala, México cambie”, toca entender que la ciudadanía –ciertamente lastimada, erizada y bravía pues reclama verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición– no es la culebra.
* Javier Hernández Valencia. Representante en México del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.
Fuente: Proceso