Los riesgos del caso Petraeus

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Por Antonio Caño/ El País

La dimisión del director de la CIA, el general David Petraeus, una de esas historias en las que el drama personal, el interés nacional y el morbo popular se confunden peligrosamente, ha dejado suficientes puntos oscuros como para provocar en los próximos días repercusiones políticas de imprevisibles consecuencias. La renuncia se produjo al hilo de una investigación del FBI sobre una brecha en la seguridad del jefe del espionaje, y en un momento muy delicado del calendario electoral.

El caso, por lo que hasta ahora se conoce oficialmente, no es más que la decisión de un hombre —por lo demás, un militar de inmaculado historial y gran reputación— que cree que su vida sentimental le impide seguir desarrollando eficazmente su trabajo. El jefe de la CIA confesó en su carta de dimisión que había tenido una relación extramatrimonial, y no ha negado después la información de que su amante era Paula Broadwell, con la que compartió tiempo durante los dos años en los que esta trabajó en su biografía, All In: The Education of General David Petraeus.

Broadwell está casada y es madre de dos hijos. También Petraeus tiene esposa, Holly, a la que conoció en 1973, durante su paso por la Academia Militar de West Point. Broadwell y Petraeus han viajado varias veces juntos a Afganistán, donde él fue hasta el año pasado jefe de las tropas norteamericanas, y de esos contactos nació un afecto mutuo. Ella se ha referido públicamente a Petraeus como “mi mentor”, y no ha ocultado su admiración por él. “He conocido su lado más personal”, confesó Broadwell en una entrevista reciente a la cadena CBS.

Hasta ahí, no es más que un ejemplo de cómo la pasión se interpone en el camino de cualquier ser humano, sin consideración a la relevancia de su cargo o la gravedad de sus consecuencias. Son las circunstancias que rodean este romance las que lo hacen eventualmente explosivo. Son las respuestas a las comprometidas preguntas de quién supo qué y cuándo, las que pueden generar una crisis.

El caso Petraeus tiene, al menos, tres ángulos polémicos: el anuncio de su renuncia pocos días antes de que debiera comparecer ante el Congreso para aclarar el ataque contra el consulado norteamericano en Bengasi (Libia), la revelación de este episodio solo tres días después de la celebración de las elecciones presidenciales y el riesgo de que se haya producido una filtración de secretos de Estado.

Petraeus debía de responder el miércoles ante un comité en el Capitolio sobre los posibles fallos de seguridad que dieron lugar el pasado 11 de septiembre a la muerte de cuatro norteamericanos, incluido el embajador de Estados Unidos en Libia, Christopher Stevens. Como se ha sabido posteriormente, el consulado en Bengasi era, prácticamente, una base de actuación de la CIA, organización a la que pertenecían todas las víctimas, menos el embajador, y que estaba encargada de su seguridad. Sobre ese ataque han circulado hasta ahora diversas versiones contradictorias, que no llegaron a crear más controversia al coincidir con un momento en el que la atención estaba puesta en la campaña electoral.

Fue también durante esas últimas semanas de la campaña cuando, según algunos medios de comunicación norteamericanos, el FBI descubrió que el correo de Petraeus en su cuenta personal de Gmail, no el que usa profesionalmente como director de la CIA, había sido utilizado por otra persona con mensajes, cuyo contenido no se conoce, pero que no parecía coherente con la personalidad y la posición de Petraeus. Es decir, puede que hubiese mensajes obscenos o algunas revelaciones sobre lugares de cita y horas de desplazamiento. Todo ello, material que, en manos de enemigos de EE UU, puede resultar valioso.

El tercer aspecto de controversia es el de cuándo se supo este asunto, antes o después de las elecciones. Es obvio que los efectos de la noticia podían haber sido distintos tres días antes del 6 de noviembre o tres después. La Casa Blanca ha informado de que Petraeus habló por teléfono el miércoles pasado con el consejero de Seguridad Nacional, Thomas Donilon, para pedirle una cita con el presidente y exponerle su situación. Un día después, el jueves, Barack Obama recibió al director de la CIA, quien le entregó su carta de dimisión. Según esta versión, el presidente no la aceptó de inmediato. Se tomó para decidir hasta el viernes, que fue cuando el caso de hizo público. Ese mismo día por la mañana la agencia de inteligencia le adelantó la noticia a los principales líderes del Congreso.

Ese relato de los hechos, incluso siendo cierto, se enfrenta a dos dudas: ¿Esperó Petraeus a presentar la renuncia para no afectar a la carrera presidencial? ¿No informó el FBI a la Casa Blanca ni al Congreso acerca de su investigación sobre una figura tan relevante como el director de la CIA? Según The New York Times, la primera indicación que el FBI dio a los comités de Inteligencia del Senado y de la Cámara de Representantes de que había una actividad sospechosa en el correo electrónico de Petraeus fue esta misma semana. Como el diario recuerda, la ley obliga a que los presidentes de esos comités estén informados de cualquier movimiento significativo en materia de espionaje.

Ahora se abren múltiples posibles desarrollos del caso. Uno, en el terreno de la justicia militar, que considera el adulterio un delito, aunque, en realidad, nunca se actúa en esa materia y, mucho menos, en las circunstancias de Petraeus, que está en retiro desde el año pasado. Otro, más probable, es el de una investigación parlamentaria, sobre la base de que se ha ocultado información relevante al Congreso.

El general Petraeus es una figura que goza de admiración en este país y a quien, más allá de las habituales envidias entre las filas militares por su enorme fama y protagonismo, no se le conocen enemigos declarados. Sin embargo, para el Partido Republicano esta puede ser una oportunidad de empezar a erosionar al presidente a los pocos días de su reelección. El caso Petraeus se ha cruzado, además, con una negociación vital para el futuro de la economía norteamericana, como la del abismo fiscal.

Fuente: El País

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