Por Javier Sicilia
Es innegable que la administración de Enrique Peña Nieto reconoció lo que el gobierno de Felipe Calderón se negó a asumir: la responsabilidad del Estado frente a las víctimas de la violencia. No sólo se desistió de la controversia constitucional en la que Felipe Calderón había entrampado la Ley General de Víctimas, sino que la publicó y, después de ser aprobada por unanimidad en las Cámaras, le dio cauce: Recientemente se eligió a los siete consejeros que presidirán el Sistema Nacional de Atención a Víctimas, y pronto la reglamentación de la ley estará terminada.
Sin embargo, es innegable también que detrás de todo esto hay cuestiones que, en la vieja tradición de la simulación política, parecen apostar por su fracaso:
1) A pesar de que entre los siete consejeros que presidirán el sistema hay gente muy respetable, el consejo adolece de dos cosas: no están representantes de todas las regiones de la República –la mayoría son del Distrito Federal– ni se hallan representados en ellos todos los delitos –asesinato, trata, extorsión, tortura, desapariciones forzadas, secuestro–.
2) Siendo una ley fundamental para atender a las más de 100 mil víctimas que esta guerra ha cobrado y que, a falta de una seria estrategia de seguridad, continuarán, para nuestra desgracia, acumulándose, la Secretaría de Gobernación no sólo no le ha dedicado un spot publicitario, sino que ni siquiera ha reunido a los gobernadores y a los procuradores del país para decirles que todos las leyes locales deben ponerse en consonancia con esa Ley. Hay Estados que, al igual que muchas víctimas, no saben de la existencia de la Ley y otros, como Morelos, que empiezan a crear las propias.
3) Pese a la dimensión del problema, ni la Secretaría de Hacienda ni la de Gobernación han dotado de recursos al Sistema para su operación. El presupuesto que esta tragedia humanitaria exige –una tragedia cuyas dimensiones no son comparables a la tragedia humanitaria que los huracanes han sumado a las de las víctimas de la violencia– no se ha contemplado en el ejercicio presupuestal para el próximo año.
Fuera del procurador Murillo Karam –el único hombre del gabinete presidencial que verdaderamente ha comprendido la dimensión del problema y ha puesto lo mejor de sí para enfrentarlo–, la administración de Enrique Peña Nieto parece darle la espalda. Pragmática, insensible, ajena a los latidos del corazón, ha creído que al promulgar una ley para las víctimas, borrarlas de los medios de comunicación y entregarlas a los laberintos del infierno burocrático, resolverá el problema. Sin embargo, la realidad de las víctimas sigue estando allí. Está hecha de sufrimiento, de angustia, de desesperación. Está hecha también de algo que la administración de Calderón quiso destrozar: la esperanza, una esperanza que el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad devolvió y que la administración de Peña Nieto garantizó colmar.
Este compromiso coloca a Peña Nieto en una situación muy delicada. Si hace fracasar la Ley. Es decir, si no la dota de los recursos necesarios, si no la publicita, si no compromete a los gobernadores y a los procuradores a poner en consonancia las leyes locales con ella –cosa que la Secretaría de Gobernación estaba obligada a hacer desde que se promulgó y se aprobó por unanimidad–, si abandona a los consejeros al botín de los intereses partidistas y, como ha sucedido con el IFE o el IFAI, revienta su accionar, la administración de Enrique Peña Nieto no sólo habrá enterrado definitivamente al Estado, sino que habrá optado de nuevo por abandonar el sufrimiento de la nación al horror de las fosas comunes.
Un Estado no se define por sus instituciones; tampoco por los impuestos que la ciudadanía paga para sostenerlas –las instituciones, cuando son inoperantes, se convierten en una carga insoportable–. Se define por su capacidad para dar justicia y seguridad a sus ciudadanos. La Ley General de Víctimas es un camino fundamental para realizar la primera; un cambio de estrategia en la seguridad nacional, que implicaría decretar la emergencia nacional y establecer un verdadero pacto político con todos los sectores de la sociedad, un camino para la segunda. Ambos se corresponden. El primero está ya dado. Se ha transitado hasta el desmayo por él. Pero parece que la administración de Peña Nieto, que caminó con nosotros, quiere, en el largo trecho que falta todavía por recorrer, dinamitarlo y volverlo de nuevo el paraje inhóspito del infierno en el que los criminales y Felipe Calderón han querido encerrar a las víctimas.
Alguna vez, mirando a Calderón, pensé que tenía un horrendo parecido con Gerión, el monstruo con cara de hombre honesto, cuerpo de serpiente y garras de león que guarda el octavo círculo del infierno, el de los fraudulentos y responsables de las guerras civiles. Si la administración de Peña Nieto hace fracasar esa ley, revelará que Gerión sigue allí, que lo único que hizo fue mutar su piel multicolor para que todos continuemos habitando el círculo infernal de los fraudulentos, mentirosos y sembradores de discordia; ese círculo que anuncia el más oscuro y espantoso de todos, el de los traidores.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
Fuente: Proceso