Alberto Cruz/ CEPRID
Australia tiene dos héroes contestatarios actuales y otro antiguo. El conocido, Julian Assange. Los desconocidos, Damien Hooper y Peter Norman. El primero ha suscitado la solidaridad del mundo contestatario por la persecución de la que es objeto tras haber publicado en WikiLeaks miles de documentos que ponían de manifiesto cuál es la “actuación diplomática” de EEUU en todo el mundo y las servidumbres de la inmensa mayoría de países y ciertas “oposiciones democráticas” a los intereses de la, todavía, superpotencia aunque cada vez con menos poder. La persecución a que ha sido sometido, el montaje de las acusaciones, el asilo diplomático concedido por Ecuador, el rechazo al mismo de EEUU y la actitud neocolonial británica al intentar asaltar la embajada ecuatoriana y negar el salvoconducto a Assange no hacen más que certificar el contenido de lo publicado por WL.
En Londres también ha ocurrido algo que ha pasado desapercibido pero de un gran calado: en los recientes Juegos Olímpicos Damien Hooper salió a disputar su primer combate de boxeo no con el chándal obligatorio de cada país, sino con una camiseta en la que lucía la bandera de los aborígenes, el principal pueblo originario australiano. El escándalo en Australia fue mayúsculo, su gesto fue considerado una “afrenta a la bandera nacional” y el Comité Olímpico Australiano amenazó con retirarle de los Juegos si no rectificaba su actitud. Hooper tiene 20 años, quería boxear y ante las presiones prometió no volver a ponerse la camiseta, pero ayudó a tapar definitivamente el asunto que joven boxeador fuese derrotado en su siguiente combate. Rápidamente fue devuelto a casa.
En defensa de su gesto argumentó que la bandera de los pueblos originarios está reconocida en la constitución australiana y él la portó con orgullo “porque soy un aborigen y no sólo represento a mi país, sino a mi pueblo, a mi cultura y a mi familia”. Y recordó que otra indígena, Cathy Freeman, portó las dos banderas, la australiana y la aborigen cuando ganó la medalla de oro en 400 metros en los Juegos Olímpicos de Sídney. Pero claro, una cosa es hacerlo “en casa” y otra en el extranjero. Por curioso que parezca esa fue la postura del Comité Olímpico Australiano, quien añadió a modo de justificación al amenazar a Hooper que Freeman “portó las dos banderas, no sólo una”. El gesto de Hooper tiene mucho más que un valor simbólico. Se atrevió a romper la regla de “no política” en los Juegos Olímpicos y puso de manifiesto la hipocresía occidental. El caso de Londres es claro: recordar a atletas israelíes muertos en una acción palestina en los Juegos Olímpicos de Múnich de 1972 sí, portar una bandera aborigen en la competición, no.
El pionero
Hooper no hizo otra cosa que coger el testigo que hace 44 años levantó otro héroe anónimo australiano: Peter Norman. La polémica por la camiseta, la actitud del Comité Olímpico Australiano, las amenazas y la digna actitud del joven aborigen sirvieron, a la postre, para que Australia iniciase la rectificación ¡cuarenta años más tarde! de la sanción a que sometió a Peter Norman, medalla de plata en los 200 metros lisos en los Juegos Olímpicos de México de 1968, por solidarizarse con Tommie Smith y John Carlos (oro y bronce, respectivamente) que levantaron el puño –enguantado de negro- y bajaron la cabeza cuando sonó el himno de EEUU en un gesto de protesta por la segregación a que se sometía a la comunidad negra y la negativa del stablisment blanco a reconocer sus derechos civiles y políticos.
Norman no levantó el puño ni bajó la cabeza. Era blanco. Pero se solidarizó con Smith y Carlos portando en el podio una pegatina de apoyo a la lucha por los derechos de los negros en EEUU, la misma que llevaban los dos corredores estadounidenses. Un gesto de apoyo al “Black Power” de Smith y Carlos, que le habían contado sus planes antes de la ceremonia y que contaron con su apoyo. Mientras Norman portaba la pegatina como muestra de apoyo, la mayoría de los atletas blancos estadounidenses se desgañitaban en insultos racistas hacia Smith y Carlos. La pegatina decía “Proyecto Olímpico por los Derechos Humanos” y los tres se la pusieron un poco por encima del nombre de sus países en el chándal. Norman acalló a los atletas blancos estadounidenses al bajarse del podio y atender a los micrófonos: “Yo creo que todos los hombres nacen iguales y deben ser tratados de la misma manera” (1).
Al igual que Smith y Carlos en EEUU, Norman fue sancionado por el Comité Olímpico Australiano. Se convirtió en un paria. Se le prohibió participar en los Juegos Olímpicos de 1972, pese a haber logrado la marca necesaria para ello, y, de hecho, se le prohibió correr en cualquier competición si no ofrecía una disculpa por su comportamiento. Incluso su familia sufrió constantes hostigamientos y ataques racistas. Pero Norman nunca se arrepintió de su gesto ni se disculpó por él. Murió el año 2006 de un ataque al corazón. Los portadores de su féretro fueron Tommie Smith y John Carlos, con quienes siempre mantuvo una estrecha relación tras la protesta de México. En el funeral, Smith y Carlos dijeron públicamente que “nadie en toda Australia debe ser honrado, reconocido y respetado más que Peter Norman. Fue un chivo expiatorio, pero su lucha por la justicia, su carácter, fuerza y humanidad deben ser reconocidos”.
La rebelión de Damien Hooper en Londres ha servido para que Australia devuelva a Norman sus récords (su tiempo de 20’06 segundos en los 200 metros lisos de México es aún el récord nacional australiano en esa distancia) y se disculpe a título póstumo por la persecución a que fue sometido en una solemne declaración propuesta por el Parlamento (19 agosto de 2012) en la que también se reconoce “el importante papel de Peter Norman en la promoción de la igualdad racial”.
La larga lucha de los aborígenes
El gesto de Hooper es algo más que una protesta aislada o una anécdota. Como la digna postura de Norman en solidaridad con los derechos de los negros, es el retrato vivo de cómo los pueblos originarios en todo el mundo luchan, aún, por el reconocimiento de sus derechos. Australia, EEUU, Nueva Zelanda y Canadá fueron los únicos países que se opusieron a que en el tardío año 2007 la ONU, y después de 40 años de debates, aprobase la Declaración de Derechos de los Pueblos Indígenas.
No fue hasta dos años más tarde, en 2009, cuando dio Australia marcha atrás y se adhirió a la Declaración (el resto de opositores lo han ido haciendo de forma escalonada, siendo los últimos en sumarse a ella Canadá y EEUU en 2011 aunque con reservas por la cuestión de la autodeterminación, soberanía de los territorios indígenas y la “no adecuación” de la DDPI a la legislación interna sobre la propiedad de las tierras). Precisamente sobre EEUU, el Relator Especial de la ONU para los derechos de los pueblos indígenas acaba de hacer un llamamiento al gobierno de EEUU a “corregir los problemas provenientes de errores históricos, políticas fallidas y barreras sistemáticas a sus garantías fundamentales” como parte de las obligaciones internacionales contraídas al adoptar la DDPI (2).
Los pueblos indígenas de todo el mundo han estado sometidos a la opresión, exclusión de los procesos de toma de decisiones, marginación, explotación, asimilación forzosa y represión constante. Pese a la disparidad de continentes, países, lenguas y culturas sus problemas, quejas e intereses suelen ser muy semejantes, de forma especial en todo lo referente a la tierra y a mantener su identidad y patrimonio cultural. A pesar de algunos avances y de las declaraciones bienintencionadas, aún queda mucho camino por recorrer. La ONU sabe que por el simple hecho de haber aprobado unas cuantas declaraciones de derechos no se ha solucionado el problema. Y así lo tenía que reconocer muy a su pesar en 2010: “Pese a los esfuerzos realizados en los últimos 40 años para mejorar las condiciones y aumentar el reconocimiento de los derechos indígenas por medio del derecho y la política, el recurso a los tribunales, el diálogo nacional y el aumento de las oportunidades de dirección, todavía no se ha logrado dar cabida plenamente a los derechos indígenas” (3).
La ley y la trampa, el reconocimiento sobre el papel y no en los hechos. La misma historia de siempre. El 8 de noviembre de 2010, un año después de suscribir la DDPI de la ONU, el gobierno australiano (laborista, con el apoyo de los Verdes y algunos diputados independientes) anunció la creación de un grupo de expertos para elaborar una propuesta de reforma constitucional, que será sometida a referéndum, sobre el reconocimiento de los derechos de los aborígenes y de los isleños del Estrecho de Torres (otro pueblo originario de Australia). La idea era que estuviese lista para su referendo en diciembre de 2011, pero ya casi estamos a finales de 2012 y aún no lo está. Y del referéndum, ni rastro.
El reconocimiento constitucional de estos derechos es motivo de lucha electoral entre laboristas y conservadores desde entonces. Pero ni unos ni otros son partidarios de incluir el derecho a la autodeterminación de estos pueblos y el informe de los expertos está atascado sobre la noción de “soberanía” de los aborígenes sobre sus territorios ancestrales, aspectos ambos que sí recoge la DDPI. Los dos partidos ven en estos derechos un claro “separatismo”. Y los laboristas, tan progres ellos, dicen que “nadie ha definido qué es eso de soberanía aborigen y nadie habla que, en principio, el 99% de los australianos se oponen a ella” (4). Así piensa el ex primer ministro de Nueva Gales del Sur y hoy Ministro de Asuntos Exteriores de Australia del gobierno laborista.
La realidad es que tres años después de que Australia reconociese la DDPI y cinco después de la aprobación por la ONU aún no hay un cuerpo legal que la sujete. Por eso el gesto de Damien Hooper adquiere más valor. Como en su momento lo fue el de Peter Norman. En Australia hay más de 500 pueblos aborígenes, ab-origine, desde el origen en latín, y así les denominaron los conquistadores ingleses a mediados del siglo XVII. Han sufrido una de las represiones más duras de la historia de los pueblos originarios en cualquier parte y parece que tienen que esperar aún para tener derechos plenos.
No fue sino hasta 1992 cuando tras una sentencia de la Corte Suprema –a instancias de los aborígenes- se anuló el principio legal, vigente desde la colonia británica, según el cual las tierras aborígenes eran “terra nullius”, vacías, por lo que no pertenecían a nadie y podían ser ocupadas legalmente. Por los colonizadores, claro. Pero la tierra usurpada nunca les fue devuelta, los diferentes gobiernos utilizan todo tipo de trabas legales para impedir su devolución a los aborígenes y su pérdida tiene un efecto devastador a nivel social y psicológico para estos pueblos.
Como en Canadá y EEUU (5), los niños aborígenes eran arrebatados a sus padres –si habían sobrevivido a las matanzas- y obligados a vivir en internados, en su mayor parte de misioneros cristianos, con el fin de erradicar cualquier vestigio de su cultura e integrarles “en la sociedad oficial”. En esos internados se les prohibía hablar su propia lengua, se les impedía el contacto con sus padres e, incluso, se separaba a los hermanos. Se les “asimilaba” a cualquier costo y se presentaba a los que alcanzaban algún puesto de cierta responsabilidad, como uno que llegó a parlamentario, como el modelo que debían seguir los aborígenes. Cuando salían del internado era para trabajar, pero el sueldo no se les entregaba a ellos, sino que lo “administraban” los patronos. Esta es una práctica que aún hoy se mantiene en algunas zonas del Territorio del Norte de Australia (donde vive el 30% de la población aborigen) y afecta principalmente a los anangu. No fue hasta 2001 cuando se propuso en el Parlamento una “Moción de Reconciliación” (?) en la que se ofrecían “disculpas” a los aborígenes. Pero esta moción sólo se aprobó en 2008, un año después de aprobarse en la ONU la DDPI que no suscribió Australia finalmente sino hasta el año 2009. La moción fue considerada el preludio de la firma de la DDPI y en ella se hace hincapié en el tema de los internados. “Pedimos disculpas especialmente por haber arrebatado a los niños aborígenes y a los isleños del Estrecho de Torres de sus familias, sus comunidades y su país” se dice, y se aboga por “escribir una nueva página en la historia de Australia” que, a lo que se ve, aún se sigue escribiendo en blanco. Se piden disculpas, tal vez perdón, pero no se ofrece ni una miserable compensación por ello. Los golpes de pecho tampoco se han traducido en mejoras en cuestiones sanitarias, educativas o de vivienda.
Los aborígenes hoy siguen enfrentándose al racismo y a la exclusión. Tienen la tasa de mortalidad infantil más elevada de esa zona de Oceanía (3’8 veces más que los recién nacidos no aborígenes), la esperanza de vida más baja (una media de 11 años menos en los hombres y 9 en las mujeres respecto a la población blanca; dos años menos de vida que los maoríes de Nueva Zelanda, por ejemplo), el paro entre ellos es el 24% mayor que entre los no aborígenes y son el 26% de la población reclusa cuando suponen escasamente el 5% de la población total de Australia. Por no hablar del 44% de todos los isleños del Estrecho de Torres con diabetes de tipo 2, según la Organización Mundial de la Salud.
Pasaporte aborigen para Assange
Son precisamente los aborígenes uno de los grupos que más se han movilizado en Australia en favor de Assange. La Asociación Indígena por la Justicia Social (ISJA) ha ofrecido su colaboración a la Coalición de Apoyo a Assange y WikiLeaks y ha ofrecido un pasaporte aborigen al fundador de WL (9 de septiembre de 2012), que recogió su padre el pasado 15 de septiembre.
Los aborígenes afirman que al igual que a ellos se les negó, y sigue negando, el viaje libre por las tierras australianas y cualquier tipo de asistencia durante siglos quieren con este pasaporte considerar a Assange como uno de los suyos ya que con él podrá desplazarse “a cualquier lugar de las naciones aborígenes”. Añaden que Assange es víctima de quien no cumple con las obligaciones internacionales, algo de lo que es culpable Australia: “un país que no sólo no asiste a Assange si no que sigue manteniendo vigentes leyes y políticas racistas que continúan causando un daño incalculable a los aborígenes y a los isleños del Estrecho de Torres” (6).
Las últimas encuestas conocidas dicen que si hubiese un referéndum sobre el reconocimiento de los derechos de los aborígenes el 63% votaría afirmativamente en lo referente a lengua, cultura y no discriminación. Pero no hay mención alguna a los territorios y a la soberanía. La “Australia blanca”, la que rechazó y hostigó a Peter Norman y se escandaliza ante Damien Hooper sigue hoy muy vigente y activa. Eso sí, con cariz “democrático”.
Notas:
(1) La histórica protesta de los tres atletas puede verse en http://www.youtube.com/watch?v=VcGfUuH82dQ.
(2) “Relator pugna por medidas para corregir errores históricos con indígenas en EEUU”, 11 de septiembre de 2012, www.un.org/english/news
(3) “Situación de los pueblos indígenas en el mundo”, enero de 2010. www.un.org/indigenous
(4) “Stronger Futures will kill us”, http://indymedia.org.au/2012/03/04/%E2%80%9Cstronger-futures-will-kill-us%E2%80%9D
(5) Alberto Cruz: “Pueblos originarios en América. Guía introductoria de su situación”, Ed. Aldea, Pamplona diciembre 2010.
(6) Green Left, 10 de septiembre de 2012. Un vídeo de esta organización en apoyo al gesto de Damien Hooper en Londres puede verse en
http://www.youtube.com/watch?v=zxskAGHjsw4
Alberto Cruz es periodista, politólogo y escritor. Es autor de “Pueblos originarios en América. Guía introductoria de su situación”, editado por Aldea con la colaboración del CEPRID (Pamplona, diciembre 2010). En él se hace un recorrido por todos los pueblos indígenas del continente americano, desde Canadá a Chile. Los pedidos se pueden hacer a sede@aldea-alde.org y a ceprid@nodo50.org. albercruz@eresmas.com