Los muertos están vivos

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Por Javier Sicilia

Para los compas zapatistas, para cada uno de los que resistimos

“Abril –escribió T.S. Eliot en ese terrible poema, Tierra baldía, que en 1922 anunciaba los horrores del siglo XX– es el mes más cruel”. En el México del siglo XXI la crueldad de ese abril se ha vuelto la de cada mes y cada día. La nomenclatura de los asesinados, de los desaparecidos, de los desplazados, se ha ido convirtiendo en un lugar común enterrado bajo “la tierra muerta” de las abstracciones, la contabilidad estadística y las reformas estructurales. De cuando en cuando, uno o dos asesinatos sacuden la conciencia y, como dice Eliot, “engendran lilas” del fondo de esa tierra inhóspita que nos recuerdan el horror, la deuda de un Estado que ha abdicado de su razón de ser y que, bajo el travestismo de discursos regeneradores, no deja de servir al crimen de los grandes capitales, sean legales o ilegales.

El asesinato en abril de Alejandro Chao y de su esposa Sarah en Morelos, y el ocurrido en mayo en contra de José Luis Solís López, Galeano, en Chiapas, pertenecen, como los de mi hijo Juan Francisco y sus amigos en 2001, a esos engendros. Maestros que enseñaban, dialogaban y buscaban con otros un camino en medio del desastre fueron asesinados como se asesina en México, por nada, por el único y espantoso acto de decir que el poder del dinero, de la violencia, del despojo, es el señor que quiere reinar sobre un campo de osarios. Sus muertes, sin embargo, han vuelto a desenterrar el de tantos nombres de los que nadie quiere saber, y a señalar que los muertos están vivos en el corazón y en los actos de cada uno de los seres que resistimos.

Eso es lo que la marcha del 5 de mayo, convocada por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM), y su emplazamiento al diálogo con los poderes, dijo recordando a Alejandro Chao y a Sarah Rebolledo. Es lo que las autodefensas en Michoacán y el foro Yo Soy Autodefensa, realizado el 28 de mayo en el Polyforum Siqueiros de la Ciudad de México, dijeron también, y lo que el 23 de mayo el homenaje a Galeano, en La Realidad, y la carta del subcomandante Marcos, Entre la luz y la sombra, expusieron con el profundo lenguaje de la poesía.

La carta de Marcos es, al igual que el poema de Eliot, la expresión profunda y acabada no sólo de esa denuncia del horror, sino de la vida de los muertos y de la resistencia que la hace posible. Ella, al anunciar su muerte y afirmar con ella la vida –la resurrección– de Galeano, y de tantos otros, que el sistema ha querido reducir al anonimato y al silencio de las cifras y de las fosas comunes, no ha hecho otra cosa que reafirmar lo que desde hace 20 años ha afirmado: que lo importante es el ser humano, es la vida de cada uno. Detrás de la “botarga” llamada subcomandante Marcos; detrás del pasamontañas, símbolo que al ocultar revela; detrás de las “botargas” de los líderes del dolor –llámense Raúl Vera, Alejandro Solalinde, Javier Sicilia, José Manuel Mireles, Alejandro Martí, etcétera–; detrás de los asesinados que, como los niños de la guardería ABC, Juan Francisco, Alejandro Chao, José Luis López Solís, etcétera, sacuden la conciencia del poder, está y ha estado siempre el rostro no sólo de cada uno de los muertos –Entre la luz y la sombra nombra a 42, que a su vez nombran a miles que se consignan en los anales de las organizaciones de víctimas y los memoriales que aquí y allá se levantan–, sino también de todos aquellos que por todas partes, aunque la prensa y el sistema los ignoren, resisten, se organizan, se levantan y hacen vivir en su vida a los muertos.

La muerte del subcomandante Marcos es, contra la muerte que impone el sistema político aliado con él, el de la vida de cada uno. Al desaparecer el “holograma”, la “botarga”, lo que apareció no es la muerte, sino lo que siempre había estado allí y hablaba por su boca de trapo: los rostros y las voces de la vida y sus memorias, los del común, los de aquellos que se aman y reunidos y organizados resisten la lógica absurda de los que creen vivir del despojo, del borramiento de los otros, del terror inau­dito, de la depredación y de la muerte; los rostros y las voces de cada madre que busca a su hijo, de cada migrante que desafía el miedo, de aquellos que se niegan a pagar el derecho de piso, del niño que cada día asiste a la escuela enfrentando la posibilidad de un fuego cruzado, de la imbecilidad del bullying o de la negligencia de las autoridades; del soldado, del policía, del marino que se negaron a trabajar para el crimen: “(…) para rebelarse y luchar –dijo por última vez la “botarga”– no son necesarios líderes ni caudillos ni mesías ni salvadores (esos que el sistema exalta y cree que destruye). Para luchar sólo se necesita un poco de vergüenza, un poco de dignidad y mucha organización”. Yo agregaría: de mucho amor por la vida y por los otros. Eso es lo que está allí, detrás de la “botarga” que se ha ido en medio de las ruinas de los que creen que, en nombre del dinero y del poder, pueden borrarnos. Octavio Paz lo dijo de otra manera, en otro tiempo que es el mismo tiempo: “la vida no es de nadie, todos somos/ la vida –pan de sol para los otros/ los otros todos que nosotros somos–”.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.

Fuente: Proceso

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