El Chapo no es un hombre, es un rumor. Y dónde mejor lo elaboran, de boca en boca, es en Culiacán, la capital de Sinaloa, el Estado norteño que lo vio nacer. “Dicen que el sábado cuando se fugó sus hijos se pusieron un buen pedón con sus pistoleros. Estaban el Iván, el Alfredo, el Mini Lic…”, cuentan dos días después de la evasión del capo. Iván y Alfredo son hijos de Guzmán. El Mini Lic es amigo de ellos e hijo del Lic, Dámaso López Núñez, el Licenciado, uno de los coroneles del cartel de Sinaloa, y entre todos los cuentos que corren por Culiacán hay uno que dice que el Mini Lic se está cambiando de aspecto a cada rato para que no lo identifiquen: “Ahora anda pelón y con lentes de aumento, como hípster”.
Del Chapo se piensa que ya habrá de estar guarecido en la sierra, cuyas estribaciones empiezan a hora y media en coche de Culiacán. “Es lo primero que debe haber hecho, ir a ver a la doña”. La doña es su madre, Consuelo, que vive en una casa que le hizo su hijo en la montaña con una parabólica de unas dimensiones excepcionalmente grandes para las necesidades televisivas de una anciana.
Donde menos se habla de Joaquín Guzmán, aunque resulte curioso, es en la capilla donde se rinde culto a un particular miembro autóctono del santoral, Jesús Malverde, una criatura popular que trata de la leyenda de un Robin Hood bandolero que robaba a los ricos para dárselo a los pobres. En casa de Malverde, santo con pistolas, nadie sabe nada de un narcotraficante sinaloense que se acaba de escapar de la cárcel. “Yo no sé que es eso”, dice un fiel que ha venido con sus hijos a ponerle velas a Malverde. La custodia del templo Teresa Sánchez, una señora de 64 años, responde balanceándose lentamente en una mecedora: “Me enteré esta mañana cuando empezaron a venir reporteros”.
En Culiacán, capital también de los narcocorridos, uno de los grupos que ya ha compuesto su oda a la evasión se llama Enigma Norteño. Cuando se les intenta contactar para una entrevista, un conocido de ellos responde por whatsapp explicando que no es posible hasta que cumplan primero con un compromiso prioritario: “Oye w [uve doble de wey]K van a dar una exclusiva en los angelesss”.
Entretanto, un taxista que conduce con un brazo escayolado hace una reflexión: “Si El Chapo fuera presidente a lo mejor fuera rico México”. O vas caminando por un puente sobre un ancho río lodoso y escuchas a alguien que viene detrás canturreando un temita jovial: “Lo mataron por la espaldaaa / ¡nunca pudieron de frente!”. Por supuesto, no todo en Culiacán es así.
En una ciudad de 800.000 habitantes nada puede ser homogéneo. En un centro comercial presidido por el aire acondicionado (a las nueve de la mañana la temperatura ambiente ya era de 27 grados y quién sabe de cuánto la humedad) dos adolescentes echaban el tiempo paseando tan tranquilos hasta que los pararon para preguntarles qué opinaban del Chapo: “No hace ningún bien. Lo único que hace es vender droga”, dijo uno, políticamente correcto. El otro coincidió en el rechazo del narco pero dio una respuesta más rica en matices: “Yo quiero ser doctor. Ser capo lleva muchos peligros”.
La fotógrafa y diseñadora gráfica Melissa Escárcega, de 25 años, refleja el sentimiento contradictorio que crea el cartel en muchos ciudadanos: “Tienen su propio sentido de justicia, no son tan desalmados como en otras partes de México. El narco de Culiacán es más ranchero, de proteger a la gente. La parte mala es que te tienes que quedar callado en muchas cosas. Y lo muy malo es que te puede tocar que te maten sin deberla ni tenerla en los conflictos entre ellos”.
Yendo del aeropuerto al centro, a un lado de la avenida está el taller de reparación de neumáticos de Armando Rodríguez, que se apoda igual que el jefe del cartel de Sinaloa, como indica el cartel de su negocio, Vulcanizadora El Chapo. “Desde niño me llaman chapo, chapillo”. Este año cumple 58 –igual también que una de las edades que se le atribuyen al narco, pues la data del mito oscila según unos registros u otros–. Los dos son chapos, como dicen en México a los bajitos, pero Guzmán aparece en la lista Forbes y Rodríguez lleva 45 años reparando pinchazos. Con todo, él se congratula del logro de su tocayo: “Que gane el más vivo pues. Él se aventó y se salió. Se durmieron y se chingaron. Se les peló el carajo. Se les peló por pierna, ni el polvo les dejó. Que gane el bueno, el triunfador”.
Para el escritor sinaloense de novela negra Elmer Mendoza, sentado en una estancia de un centro cultural con un sombrero panamá puesto y una perpetua sonrisa de viejo jazzista, la relativa admiración que existe en su tierra por el Chapo no se limita a los sectores más populares. “Se ha ganado el corazón de la clase media. Es un referente, un self-made[hecho a sí mismo]. Un delincuente pero su trabajo le ha costado. De aquí a San Francisco yo he preguntado a la gente trabajadora sobre sus referentes y siempre es él. Como si fuera parte de la mexicanidad, con lo que pueda significar eso”, dice sobre el capo que ha inspirado parte de sus propias historias; si bien, la huida de prisión de Guzmán a través de un túnel de un kilómetro y medio no conmueve su gusto literario. “La fuga deja de tener interés porque, carajo… ¡Si lo hubiera hecho sin dinero! A mí lo que me provoca es lo que ha hecho con el sistema carcelario. ¿Cúantos dólares cuesta voltear a tu favor la estructura de un país como México? Si lo investigan y lo descubren, díganmelo, porque eso sí que puede ser una novela”.
Lo del túnel no ha epatado tanto en la capital de Sinaloa. Hace un año también se fugó de la cárcel de la ciudad, por un pasadizo subterráneo, un miembro del cartel que traficaba marihuana, metanfetamina y heroína a Estados Unidos además de armas a México. Por su nombre propio estaba destinado a la fuga. Aquel reo que se evadió sin que nadie lo percibiera, como su patrón Joaquín Archivaldo Guzmán Loera, se llamaba Adelmo Niebla. Adelmo Niebla González, uno de los del Chapo.
Fuente: El Pais