Por Elena Poniatowska
Casi todos los pobres de nuestros países de América Latina, hombres y mujeres, intentan ir a trabajar a Estados Unidos. Viajan encima de un tren llamado La Bestia. Es una bestia de acero que avanza sobre rieles entre la selva. Muchos caen del techo y pierden una pierna, un brazo o las dos piernas y los dos brazos. O la vida. Viajan aunque los maltraten, aunque los deporten, aunque pulvericen sus sueños y sus huesos. Viajan porque el gobierno de su país les roba y no les deja más que hambre. Pasar por México, lo han declarado, es el infierno.
Las pandillas los asaltan, les quitan el poco dinero que llevan para darle al pollero que ha de atravesarlos la frontera entre México y Estados Unidos.
El gobierno de México denuncia y se indigna cuando un agente de la border patrol violenta y persigue al migrante mexicano, pero no acepta que hace lo mismo con los centroamericanos a quienes llama con ironía nuestros hermanos.
Según Mario Santiago Juárez, experto en derechos humanos, 400 mil migrantes pasan por México rumbo a Estados Unidos y son víctimas de delitos, extorsión, secuestro, violaciones sexuales y trata de personas.
A pesar del peligro, los migrantes se lanzan. ¡Cuán grande será su desesperación! Su sueño es pizcar jitomates, limones, brócoli o golden apples en California.
México discrimina. ¡Cuántas veces he oído decir: De Guatemala a Guatepeor! A los migrantes centroamericanos, se les trata como a una plaga, las autoridades los maltratan, en el mejor de los casos, los desaparecen o los asesinan.
México es racista en contra de sí mismo y Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Bolivia (aunque tenga a Evo Morales) toda Centroamérica discrimina a sus indígenas. Nadie quiere ser moreno, porque serlo es un impedimento.
Los que se atreven son unos pobres venaditos perdidos en la serranía.
Aparecieron 72 cuerpos en San Fernando, Tamaulipas, con un balazo en la nuca, torturados, mutilados, muertos, sin documentos, irreconocibles; un escándalo, una afrenta a todo nuestro continente.
Eran los cuerpos de 72 migrantes –58 hombres y 14 mujeres–, que venían de Centroamérica y hasta de Brasil.
La gran periodista Alma Guillermoprieto reunió a 72 escritores para que fueran la voz de cada uno de los asesinados. Muchos de los muertos no tenían nombre. Hicimos pública esta masacre y a Juan Villoro le tocó el número dos y a mí el cuerpo de un migrante no identificado, el 57, un viajero sin nombre.
Escribí:
“Quién sabe cuánto faltará pero otros han cruzado a Estados Unidos y han encontrado trabajo y hasta mandan traer a su familia. No soy el único en atravesar, soy el 57 de 72, pero no caminamos juntos los 72, llamaríamos demasiado la atención, vamos cada quien con su pensamiento. Caminamos de sol a sol, caminamos sin detenernos casi, otros lo han hecho antes. Cada noche pensamos: ‘Seguro, ya pasó lo más duro’. Tamaulipas suena a flor, a tulipán, a buena sombra. A pesar de los huizaches se puede avanzar, claro que cuesta trabajo llegar pero se llega.
“A los demás no los conozco y se me hace más fácil platicar con las mujeres, sobre todo en la noche, cuando andamos con un pocillito caliente en la mano e intercambiamos unas cuantas palabras. No muchas, las indispensables. Son como 14 las mujeres, pero apenas si levantan los ojos. Guardan todas sus fuerzas para el camino. Son anónimas. Toda la vida, conviene ser anónimo.
No tener nombre da seguridad, que nadie sepa el cómo, dónde, cuándo y por qué. Además, con sólo vernos las caras sabemos a qué vamos y nos reconocemos. Allá me voy a hacer el nombre, allá lejos de El Salvador y Honduras, lejos de Ecuador y de Brasil, lejos de la favela y la inundación, de las aguas negras y del techo caído, lejos de la intemperie y las armas de fuego, los rifles, las carabinas, los cartuchos y los cargadores, lejos de la policía y de los cárteles.
Nuestras colonias trepan por el monte sin luz y sin agua; la vida está en obra negra, es un puro moridero. La familia se quedó esperando la noticia: ‘Ya llegué’.
Dejé a mi mujer y a los cinco hijos, dejé a Ángel de tres. Ya come solo, Ángel ya come solo. Lo que hay que no es mucho pero él lo come solo. Me están esperando. Cuando esté del otro lado, en llegandito les aviso y apenas encuentre les mando lo que me den.
El lunes 23 de septiembre de 2010, 72 hombres y mujeres son masacrados. Tamaulipas no sabe nada. Uno solo, a quien los asesinos creyeron muerto es el que avisa, el único sobreviviente, Luis Freddy Lala Pomavilla, ecuatoriano. El es el que cuenta. Dice que a algunos los remataron, les dieron el tiro de gracia, el rostro contra la tierra.
Los diarios mexicanos divulgan que a los cuerpos los encontraron amarrados.
Al sobreviviente Freddy habrá que salvarlo de ahora en adelante. Salvarlo de México, salvarlo de sí mismo, salvarlo del disparo que no le dio, salvarlo de nuestro continente, salvarlo para que pueda regresar a su mujer y a sus cinco hijos a explicarle.
Lo inexplicable.
Fuente: www.Jornado.Unam.mx