Por Francisco Ortiz Pinchetti
La frase es de Omar Pacheco López, candidato del PAN a la jefatura delegacional de Gustavo A. Madero. “Están locos por el poder”, dijo. Se refería a sus compañeros panistas que controlan al partido en el Distrito Federal, encabezados por el nefasto Jorge Romero Herrera, actual jefe delegacional con licencia de Benito Juárez, protagonista de sucesivos escándalos de corrupción en semanas recientes. Su grupo, dijo Pacheco López, opera como una mafia: “se reparten entre ellos candidaturas, recursos, privilegios y hasta contratos millonarios”. Los acusa en Reforma luego de que ese diario reveló que Romero Herrera benefició con contratos por al menos 55 millones de pesos a cuatro empresas relacionadas con su amigo el candidato albiazul en Cuajimalpa, Camilo Campos. “Los mismos que inflaron el padrón panista, ahora inflan los contratos”, acusó.
Sin proponérselo tal vez, Pacheco López tocó un punto toral de la descomposición que vive la vida pública en nuestro país. Y es que no sólo son sus correligionarios: todos los felices integrantes de la llamada clase política mexicana, de todos los tamaños y de todos los partidos, están loquitos por el poder. Poder que significa impunidad, fortuna, mansiones, canonjías, viajes, placeres. No tienen recato. Ni llenadera. El espectáculo que hemos presenciado en los últimos meses, y que no termina, así lo demuestra. Los negocios millonarios al amparo del poder se vuelven cotidianos. La ostentación es parte de un estatus de privilegio. Todo se vale. Las rebatingas, las denuncias mutuas, las filtraciones, son parte de esa pugna. También los chapulinazos y los juanitos, los cambios de bandera y las traiciones. Y, al final, el resultado es siempre el mismo: la impunidad.
En este ambiente asombra que al presidente Enrique Peña Nieto le incomode que las pregonadas reformas que permiten crear al Sistema Nacional Anticorrupción –que el miércoles pasado promulgó en Palacio Nacional– causen incredulidad en la sociedad. Resulta difícil creer en un remedio milagro, cuando las causas siguen intocadas y cuando muchos de los protagonistas principales de hechos de corrupción estaban ahí, en la ceremonia oficial, y aplaudían con enjundia, encantados. Legisladores, gobernadores, líderes de partidos, funcionarios públicos, dicen las crónicas, atestiguaban el acontecimiento. Entre ellos estaba, por supuesto, el dirigente nacional del PAN, Gustavo Madero, que se ostenta como uno de los promotores del nuevo Sistema Anticorrupción a la vez que solapa, pese a las denuncias, las tropelías de la mafia capitalina panista encabezada por Romero Herrera, inminente coordinador de la bancada de su partido en la ALDF.
Por lo demás, no es fácil confiar en el naciente Sistema cuando el principal encargado de su operación, el secretario de la Función Pública (cuyo nombramiento fue en sí mismo un acto de conflicto de intereses) ha sido incapaz de dar algún resultado sobre la supuesta “investigación” que le encargó el Presidente, su jefe y amigo, sobre la oscura adquisición de las mansiones propiedad del propio mandatario, su esposa y su secretario de Hacienda. Virgilio Andrade no ha dicho ni pio.
Peña Nieto afirmó muy en serio que la misma incredulidad que generó la transición democrática, se observa hoy en torno a la capacidad del Estado para combatir la corrupción. Es decir, plantea que más tarde que temprano se asumirá la efectividad del Sistema Anticorrupción de la misma manera que hoy se da por sentado, según él, que la democracia mexicana es una realidad. Por afirmaciones como esta es que no podemos tener la mínima confianza en nuestros gobernantes. “Se veía remota la posibilidad de que México pudiera contar con instituciones electorales autónomas, que aseguraran certeza, legalidad, independencia e imparcialidad de comicios. Era impensable una alternancia en la Presidencia. Ahora hay elecciones libres y tenemos instituciones electorales fuertes e independientes”. ¿De veras lo cree, señor Presidente?
Las reformas promulgadas pueden en efecto significar un avance en la legislación para el control de la corrupción. Sin embargo, sabemos que el meollo del problema no está en las leyes, que ya las había, sino en su cumplimiento cabal. De acuerdo con el índice Percepción de la Corrupción, elaborado por Transparencia Internacional, México es el país con la puntuación más baja en materia de combate a esta práctica de las naciones que integran la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), ya que en una década no ha rebasado la puntuación de 35, de un máximo de 100. México se ubicó en el lugar número 103 de un total de 175 países analizados en todo el mundo, en el Índice de Percepción de la Corrupción, debido a la posición de estancamiento en la que se ha mantenido por casi una década. Y el Observatorio México ¿Cómo Vamos? cifró en 20 mil millones de dólares el costo que tuvo en 2014 la corrupción y la impunidad en México.
Peña Nieto afirmó que su gobierno está comprometido a combatir la corrupción y a fortalecer la legalidad, la transparencia y la rendición de cuentas. Es claro que el Presidente quiere hacernos creer que “ahora sí” se combatirá la peor de las lacras que agobian a este saqueado país, mientras la impunidad cabalga a lo largo y ancho del territorio nacional. ¿Cómo se puede siquiera plantear un cambio, cuando los encargados de hacer y de aplicar las leyes, locos por el poder, están sumidos en la cloaca del enriquecimiento a como haya lugar? Hace rato que además de ser rateros y mentirosos nuestros políticos se han instalado en el cinismo. Válgame.
Twitter: @fopinchetti
Fuente: Sin Embargo