Por Robert Fisk
Lo extrañaremos. Su sonrisa insolente, sus ojos de ardilla, la barba como de la Armada española, el loco presidente que alguna vez afirmó que una nube surgió por encima de su cabeza en la ONU, para luego negar haber dicho tal tontería, y después confesar que sí lo dijo cuando se le obligó a enfrentar la grabación de su santa expresión.
Cuando trató de ascender a su oficina privada al teniente más digno de su confianza, se encontró con que su amigo había sido acusado de practicar artes oscuras y brujería. Sólo el ex ministro israelí del Exterior Avigdor Lieberman, quien alguna vez telegrafió a las cancillerías europeas fotografías del granmufti de Jerusalén, fallecido mucho tiempo antes, charlando con Adolfo Hitler, podía ser rival de Mahmud Ajmadineyad en términos de conducta absurda, pura y sin adulterar.
A veces sentía uno pena –lo cual no es nada fácil– tanto por el ayatola Alí Jamenei, el líder supremo de la necrocracia iraní, como por Benjamin Netanyahu, el primer ministro de Ese País. Ambos eran racistas: Ajmadineyad contra los judíos y Lieberman contra los árabes y ambos avergonzaron a sus países.
Ajmadineyad sabía cómo enfurecer a los estadunidenses; Israel hacía lo propio con los rusos, los iraníes en el exilio y Estados Unidos, todos al mismo tiempo.
El actual presidente iraní dijo que el Holocausto era una exageración, que elrégimen israelí debía ser borrado del mapa. Todavía hay quienes discuten la traducción que recibieron estas afirmaciones, independientemente de lo que digan los israelíes. Ajmadineyad también aseguró que Teherán seguiría desarrollando su tecnología nuclear, sin importar cuántas veces Tel Aviv y Washington amenazaran con bombardear Irán. Por lo menos las leyes iraníes prohíben que se lance a un tercer mandato estilo Roosevelt.
Todos sabían que Ajmadineyad jamás tendría permiso de poner el dedo en ningún botón nuclear; muchos dudaban de que supiera la diferencia entre la física nuclear y la corriente eléctrica, pero logró con eficiencia volverse una figura tan odiada como Kadafi y otros delirantes líderes de Medio Oriente y dañó, de paso e irremediablemente, la reputación que tenía Irán como Estado serio e histórico.
Claro que esto tiene su lado menos evidente. Mientras nosotros lo odiábamos, no le prestamos atención a la popularidad que Ajmadineyad tenía con los pobres. Que levante la mano quien sepa del prestigio que logró al instituir pensiones para miles de mujeres que quedaron ciegas a los 40 años debido a su profesión de tejedoras de alfombras.
Con todo, quién podría olvidar el horror, la tortura y los asesinatos que siguieron a su disputada relección en 2009, y que sorprendió incluso a sus simpatizantes del clero. Su simplicidad parecía ser el medio de contención de su cinismo cobarde.
Cuando le pregunté, tras dicha relección, si podía garantizar que ninguna joven volvería a ser ahorcada como aquella muchacha de 22 años que fue arrastrada a la horca mientras gritaba y pedía ayuda a su madre por su teléfono celular, me miró con esos ojos gentiles y dijo: Personalmente, yo no lastimaría ni a una mosca. Y luego me dio toda una lección sobre la independencia del sistema judicial iraní.
Sí, lo extrañaremos, pero no tanto. Un amigo mío me contó que a Ajmadineyad lo espera un puesto académico como catedrático en planeación urbana. Bueno, al menos eso lo mantendrá alejado del departamento de física nuclear.
© The Independent/ Traducción: Gabriela Fonseca