Por Denise Dresser
Muchos en México mascullan contra el Tratado del Libre Comercio. Se le critica por empobrecer al país. Por malbaratarlo. Por dividirlo. Por polarizarlo. Se le ve como una criatura de Carlos Salinas, y tan malévola como el presidente que la parió. A 20 años de la aprobación del tratado hay quienes siguen responsabilizándolo por todo lo que pudo ser y no fue. Pero mientras los detractores denuestan el TLC, los apóstoles de la liberalización comercial celebran sus bendiciones. Las exportaciones y los empleos y las inversiones y la industrialización. La vinculación cercana con la economía estadunidense que salva a México de sí mismo.
Sin embargo, la realidad va más allá de estas visiones maniqueas. Es más compleja y menos clara. No da pie ni a diatribas delirantes ni a elogios entusiastas. El TLC es un mosaico de claroscuros, de negros y blancos y grises, de lo que sí ocurrió y de lo que quedó pendiente. La liberalización comercial que el TLC impulsó no es ni fue una variable independiente; no se le debe analizar al margen del modelo de desarrollo que el país adoptó. Un modelo caracterizado por el crecimiento económico mediocre. Un modelo con islotes de competitividad y productividad rodeados de pobreza extrema. La distribución desigual del ingreso. La dependencia de la economía estadunidense. El viraje hacia las exportaciones como piedra de toque. Desde que Salinas dio el golpe de timón al proponer el TLC, México es un país más abierto, más competitivo, más funcional para millones de consumidores.
Pero a la vez es más desigual. Repleto de monopolios y duopolios y oligopolios que el TLC ni tocó. Repleto de privilegios y protecciones que el TLC ni encaró. Porque el tratado fue pensado para hacer más grande el pastel, pero no fue concebido para repartirlo mejor. Carlos Salinas tenía tal hambre por atraer la inversión extranjera que buscó la mejor manera de lograrlo. El TLC sería un sello de calidad, una marca de identidad, una constatación de estabilidad. En lugar de ser un turbulento país latinoamericano, México sería un triunfante país norteamericano. Y así fue empaquetado, vendido y maquillado tal y como la reforma energética de Enrique Peña Nieto lo es hoy. Como un detonador infalible del crecimiento. Como una invitación a la inversión extranjera, capaz de financiar lo que México no puede hacer por sí mismo. Como una manera de institucionalizar la cercanía y asegurar los negocios.
Y sí, evaluado de cierta manera, el TLC ha sido un éxito. Ha elevado las exportaciones manufactureras. Ha beneficiado a millones de consumidores. Ha llevado a que una amplia gama de productos que se venden en el mercado estadunidense tengan la marca “Made in Mexico”, cuando eso antes no ocurría. Ha llevado a que México se vuelva un país multiexportador, cuando antes era monoexportador. Ha llevado a que vendamos aparatos eléctricos y autopartes, cuando antes sólo vendíamos aguacates. Vía el TLC, México pasó del laberinto de la soledad a la integración con el mercado mundial.
Pero no hay que perder de vista a los perdedores, y hubo muchos. Aquellos que en lugar de competir tuvieron que rendirse. Aquellos que permanecieron en el piso de la pirámide mientras otros ascendieron a la punta. Todas las pequeñas y medianas empresas que formaban parte de la base industrial del país. Todas las microempresas que no tuvieron acceso al crédito o a los mercados globales, que hoy no celebran su reinvención, sino que contemplan su extinción. Y el golpe no fue menor. Las empresas medianas y pequeñas constituyen 99% del sector privado mexicano. Proveen 50% del empleo. Contribuyen con 50% del PIB. Y para ellas el picaporte de Los Pinos o la puerta de los bancos siempre estuvieron cerrados. No pudieron o no supieron cómo lidiar con un entorno más competitivo, y muchas sucumbieron ante él.
Por ello, entre otros factores, el país es más desigual. Y no es necesariamente culpa del TLC, pero éste fue vendido como una panacea que no generó los resultados prometidos. Porque supuestamente iba a haber un crecimiento económico acelerado que no ocurrió. Porque supuestamente la liberalización comercial incrementaría la demanda de la mano de obra poco calificada, pero no fue así. Porque supuestamente la prosperidad iba a ser compartida, pero no ha sido el caso: los de arriba siguen ganando mucho, los de abajo siguen ganando poco y la movilidad social sigue siendo una aspiración, mas no una realidad para millones de mexicanos. El PIB per cápita crece, pero de manera muy lenta; el pastel mexicano aumenta de tamaño, pero a tajadas pequeñas para la mayoría.
El TLC no es responsable de la desigualdad que le antecede, pero en ciertos sectores la exacerba. Y el modelo de desarrollo del cual la liberalización comercial forma parte no la combate de manera vehemente. Enfrentar al país dividido entrañaría estrategias específicas, acciones focalizadas, intervenciones bien pensadas y ejecutadas. El TLC fue vendido como una medida que resolvería, por sí sola, muchos de los problemas que el país viene arrastrando; tal y como la reforma energética es presentada hoy. Pero una reforma, aunque sea de gran envergadura, no es suficiente. En México todavía falta vincular al sector exportador con el resto de la economía. Todavía falta extender los beneficios de que han gozado las grandes empresas a aquellas que no lo son. Todavía falta pensar en la modernización agrícola en el sur del país. Todavía faltan políticas enfocadas hacia el dinamismo de las pequeñas y medianas empresas. La apertura comercial fue rápida y dolorosa. Ahora, transcurridos 20 años, hay que pensar en el impacto sobre los que se quedaron atrás y en cómo incorporarlos.
Porque si no asumimos compromisos redistributivos y políticas de crecimiento consistentes, el TLC demostrará que ha llegado a sus límites. Que no ha sido capaz de incentivar un modelo de desarrollo menos desigual y más dinámico. Que no hemos podido construir motores internos de crecimiento capaces de detonar la inversión y el empleo. Que México se ha movido en las últimas dos décadas, pero no lo suficiente para la mitad de su población. Por todo lo que debió haber sucedido –de la mano del libre comercio–, pero que no sucedió.
Fuente: Proceso