Por Javier Sicilia
Otra vez, como en los tiempos de Felipe Calderón, las víctimas –esa palabra cuya etimología define a un ser vencido, atado, inmovilizado y destinado al sacrificio– comienzan a ser borradas de la interminable violencia que vive el país. Al igual que entonces, vemos todos los días grandes delincuentes que son atrapados por las fuerzas de seguridad y exhibidos como trofeos de guerra, vemos enfrentamientos, vemos aumentar el crimen y sabemos del miedo. Pero las víctimas, los sujetos dolorosos de la violencia, lo que hace que ella sea espantosa y terrible, hemos dejado nuevamente de estar. El gobierno nos ha ido reduciendo, una vez más, a las impersonales cifras de la estadística.
Las víctimas producimos miedo, somos incómodas. Jorge Semprún lo describe en L’écriture ou la vie cuando, el 12 de abril de 1945, al día siguiente de su liberación del campo de exterminio de Buchenwald, se topó con unos soldados que lo miraban con espanto: “Me vi en su ojo horrorizado y súbitamente tuve la dura sensación de no haber escapado a la muerte, sino de haberla atravesado. Más bien de haber sido atravesado por ella. De haberla vivido, de alguna manera. De haber regresado de ella como se vuelve de un viaje que nos ha transformado: tal vez transfigurado.
“Comprendí de inmediato que esos militares tenían razón de espantarse, de evitar mi mirada. Porque en verdad no había sobrevivido, no había evitado la muerte. No había escapado de ella. Más bien la había recorrido de un extremo al otro. Había transitado sus caminos, me había perdido en ellos y reencontrado, zona inmensa donde escurre la ausencia. En síntesis, era un revenido.
“Los revenidos siempre producen miedo” porque no sólo somos los testigos del crimen y de la muerte que nadie quiere asumir, sino también porque la llevamos con nosotros en nuestra piel, en nuestra mirada, en nuestras palabras, como una inmensa acusación.
Súbitamente, como los militares de Semprún, las víctimas irrumpimos y sacamos al Estado –me refiero a los seres que lo administran– del último reducto de su zona de confort. Mientras éramos un asunto de estadística, ajena a cualquier imagen concreta, el Estado, como lo hace al administrar la violencia, se movía en una transparencia sin memoria y sin consecuencias. Pero en el momento en que aparecimos con nuestras presencias concretas, todo se trastocó. Comenzamos a llamarlo, a comprometerlo.
Observado, escrutado, mirado por la mirada extranjera de esos revenidos que creía encerrados en las abstracciones sin rostro de la estadística y la muerte, el Estado dejó de tener una naturaleza que le pertenece, para comprometerse. Por eso, la administración de Enrique Peña Nieto, no bien las reconoció y tuvo el acierto de promulgar la Ley General de Víctimas, ha intentado de nuevo borrarlas y, aterrado por su presencia, regresar a la misma lógica del calderonismo: el Estado que vive para sí, que administra la violencia, que reduce todo a un asunto policiaco donde sólo cuentan el combate y el control. Hay que volver al otro inofensivo, hay que transformarlo de nuevo en objeto controlado y reducido a estadística. Las víctimas no existen.
Esta óptica, ciertamente, produce una percepción de seguridad al Estado. Sin embargo, en la realidad, genera una violencia mayor. Toda desmemoria, todo olvido del otro, conduce –es una lección de la historia– a repetir y a ahondar el horror. Un país que no se reconcilia con sus víctimas, que insiste, como los criminales, en borrarlas del mundo, está destinado a una interminable barbarie, a una aceptación sin límites de la violencia.
Para escapar de ello, para realmente enfrentar el problema, habría que pensar que antes de ser la presencia alienante que amenaza el confort, las víctimas somos la presencia eminente que rompe la verdadera alienación: el encadenamiento del yo a sus falsas zonas de confort. La verdadera relación social, decía Levinas, “es el milagro de salir de sí” para ir al encuentro del otro.
Antes de ser una mirada amenazante, las víctimas somos rostro que llama al acogimiento, a la justicia y a la paz. Antes que ser banal o pintoresco, seductor o desagradable, nuestro rostro es pura desnudez, presencia que nadie protege. Despojado, sin defensa alguna, nuestro rostro, en el fondo, no debería producir miedo, sino vergüenza por la frialdad o la indiferencia; no resistencia, sino requerimiento; no apartamiento, sino responsabilidad. Por eso los criminales y los regímenes totalitarios los velan detrás de la ideología, del odio, del alcohol, del tiro de gracia, de la bolsa de plástico, del olvido.
Mientras el Estado no lo entienda así y continúe mirándonos como una amenaza a su existencia, seguirá tomando el camino del desastre. El rostro de las víctimas –es lo que debemos comprender– invita al amor o por lo menos prohíbe la indiferencia hacia ellas. Por supuesto que se puede –como lo están haciendo de nuevo el Estado y los medios– volverles las espalda, desobedecer o rebelarse a su llamado, pero no está en su poder no escucharlas. Tarde o temprano, como ha sucedido en los regímenes de la muerte, el rostro de las víctimas emerge y se impone para hacerlos responsables de su miseria y de su justicia.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
Fuente: Proceso